sábado, 28 de diciembre de 2013

De la Villa a Recoleta. Y volviendo...









Hay algunos militantes oficialistas que se han regocijado con los cortes de luz en el barrio porteño de Recoleta. Son los mismos que ponen el grito en el cielo cuando escuchan opiniones reaccionarias sobre las villas –contracara de ese paquete barrio-. ¿Qué separa el regocijo ante la desgracia ajena y la ira ante la denuncia de una supuesta gracia inmerecida? El regocijo ante la desgracia ajena es sin dudas una actitud montada en la más pueril cobardía, en tanto el señalamiento de un supuesto bienestar de una persona sumida en la pobreza, la pauperización y el peligro, no es menos pueril que la primera de las posturas. Ambas son, en cierta forma, emanaciones rengas de un pensamiento acotado.

La ira que la militancia -representada en esta mujer del polémico tweet-, siente cuando se ataca la forma de vida en las villas, parece descansar en la percepción de una supuesta falta de reflexión y compromiso para con la pobreza y la marginalidad de aquellos que no la conocen. Así, estos justicieros heridos, alimentan un sentimiento de justicia por los más necesitados captado desde el lugar equivocado, y conducirán su esfuerzo a destruir a aquellos que perciben irreflexivos antes que a mejorar las condiciones de aquellos que han captado necesitados. A los primeros se los ve como principales culpables y objetivo primario para destinar sus ataques (la siempre esquiva e indiferente clase media y media alta), a los segundos como víctimas de aquellos y merecedores de sus cabezas en la próxima cena. No piensan en mejorar las condiciones institucionales para que la exclusión y la marginalidad puedan ser sobrellevadas y superadas por el excluido y el marginado, sino en ver de qué manera pueden hacer el mayor daño posible a quienes señalan a los marginales y excluidos como una anomalía de la sociedad.

Del otro lado también hay tela para cortar, quienes detestan Recoleta no han nacido de un repollo, con algo se han alimentado y ese alimento se provee en muy buena dosis desde ese paquete barrio. No lo hacen todos sus habitantes por cierto, pero si la cantidad suficiente para lograr la escala justa que alimentará la resentida y anómala sed de justicia mencionada; "negro pata sucia", "inservible", "basura social", "malviviente", son apenas algunos de los apelativos que dan forma a la portación de cara con la que una persona de rasgos telúricos deberá convivir en ese lugar cada vez que se lo hacen saber con sus miradas punzantes y temerosas; ¿Acaso no es doloroso sentirse temido e interpelado por otras personas solo por estar?

Pensemos en un ciudadano que se desplaza en pleno Recoleta en una bicicleta oxidada, con un pantalón harapiento, sin calzado y pasado de copas zigzagueante por la acera, u otro montando un carro con tracción a sangre intentando levantar la cantidad de cartón suficiente para garantizar el alimento del próximo día. La interpelación primero y el miedo después será la sucesión de sensaciones que inevitablemente emanan las caras y las miradas del habitante de ese elegante barrio -es fácilmente perceptible con solo mirar a los ojos-. ¿Como te sentirías ante una persona que ves claramente que en silencio te interpela, luego te teme y cuando te has ido te señala? Si no tendemos un puente de entendimiento, es improbable que nos entiendan.

Es imprescindible en este punto mencionar que el puente de entendimiento en ese último ejemplo no es la anuencia ante el descontrol en el que se encuentra el ciudadano en bicicleta, hay argumentos igual de atendibles que dirán que hay otros ciudadanos amenazados por él -y atemorizados-. Un potencial atropello a un anciano, un niño o una mujer embarazada, puede tenderlos accidentados en la vereda que el beodo personaje tomó como suya circulando excedido de copas: ¿Quién y bajo qué circunstancias es el desposeído y expuesto a peligros imprevistos? ¿Quién y bajo qué circunstancias será el autorizado para dictaminar quién será el desposeído y quién la amenaza cuando ambos son partícipes de una anomalía y un riesgo latente?

Ambos son ciudadanos, ambos son de derecho, ambos están cubiertos bajo la misma constitución y sujetos al amparo y castigo de la misma ley. Ninguno es superior ante ella, ni tiene una ley para cada sujeto, ambos son iguales ante la ley. El día que comprendamos esto y finalmente intentemos aplicarlo, ese día comenzarán a acabarse los resentidos que gastan su tiempo y las pocas neuronas de su cerebro en regodearse de una desgracia ajena, como lo hace con los cortes de luz en Recoleta esta cobarde señora llamada Claudia Rodríguez (que de seguro no se ha puesto a pensar en la posibilidad de muerte de un anciano que necesita electricidad para sobrellevar lo más básico de su vida). Pero también se irán extinguiendo esos ciudadanos reaccionarios, que son en parte creadores de la miserable militante mencionada. Son personas más parecidas a una mascota de exposición que lo tuvo todo con muy poco dado, que a un ser humano que ha conocido la experiencia (o al menos ha pensado en ella) de tener que procurar su vida en un entorno en donde todo su esfuerzo apenas alcanza para cubrir las necesidades que dicta el estómago al cerebro.

Sí, también podríamos hablar de los hijos de esas mascotas de exposición que agarran autos de decenas de miles de dólares y, también muy borrachos, matan a un transeúnte –otro ciudadano- que va a su trabajo o está con su carro haciendo unas changas.


martes, 3 de diciembre de 2013

FRANCISCO Y EL PODER DEL DINERO

Nuevamente el Papa Francisco es protagonista de una entrada en este marginal blog. Ahora el motivo es su queja respecto a la valorización excesiva que le damos al dinero, hasta elevarlo a la categoría de Dios; el Dios dinero. (vea sus declaraciones aquí)

El Papa nos mira desde el “no debe suceder” -no debe ser-, y no desde el “sucede” -es-.

La negación entonces, al ser el punto de partida del horizonte preconceptual con el cual construye todo el devenir de su pensamiento reflexivo -y por consiguiente las recomendaciones-, se transforma implícitamente en un muro y no en un espejo complementario a la vida que discurre alimentando la observación. De ésta manera, una dualidad fértil queda coartada en unicidad trunca.

La crítica al “Dios dinero” que realiza Francisco, constituye la construcción del muro mediante una deidad que se incorpora como elemento ad hoc para negar un hecho que está aquí en la tierra: Dios acompaña al dinero; elevada de esta manera la crítica a categoría metafísica. Así creado, el relato de Francisco presentará inevitablemente un señalamiento, en el que implícita y sutilmente se nos induce a una imposición y un juicio ético y moral sobre nuestras actitudes, que de esta manera quedarán depositadas en el terreno de lo mundano y las blasfemias, y se nos mostrará participantes de un intercambio injusto, entregados a una naturaleza humana que no debería desarrollarse.

De esta manera, negando lo que sucede –lo que es-, he intentando imponer lo que debería suceder –lo que debería ser-, una vez más se crea un choque fútil sobre el devenir, sobre todo ser así.

Nuevamente un manto de oscuridad pretende cubrir la luz de un proceso que aparece y sobre el cual existe posibilidad y potencia. Y una vez más habrá que recordar que no se trata de negar el valor del dinero, puesto que en mayor o menor medida, el valor ya está ahí. Es, precisamente, la presencia del dinero la que empuja su negación (esta renovada negación papal).

El camino justo solo puede partir desde el reconocimiento, y su dirección, solo puede construir terreno fértil; acompañar para elevar en lugar de pesar para frenar, es la acción que separa grandeza de pequeñez. Elevar el proceso que potencialmente puede poner a los seres humanos en máxima expresión y trascendencia en el devenir de su acción, o empequeñecerlo hasta negarlo, es la disyuntiva a la que hoy Francisco se enfrenta desde -y para-, la porción de humanidad a la cual representa y en la cual montan esperanzas sus fieles.

Si el camino es el segundo, constituye un peso más para el ancla que arrastra la acción humana al moverse en la dirección que de suyo, ya ha escogido en forma libre y espontánea durante miles y miles de años de prueba y error, y a pesar de los estados y la iglesia, no gracias a ellos.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

PAPA FRANCISCO; El mercado y la mansedumbre

Hace unas horas ha circulado por diferentes medios un compendio de conceptos vertidos por el Papa Francisco, entre los que se encuentran importantes definiciones sobre su mirada de la economía y la actualidad. Dejo a continuación sus principales conceptos, para luego comentarlos punto por punto.

-El sistema económico es injusto en su raíz.

-Predomina la ley del más fuerte.

-Hay una nueva tiranía invisible a veces virtual.

-Impera la especulación financiera gracias al dominio de un mercado divinizado.

-Hay corrupción ramificada y evasión fiscal.

-Quienes defienden las teorías del derrame están burdamente confiados en algo que jamás ha sido confirmado por los hechos. También están burda e ingenuamente confiados de la bondad de quienes detentan el poder económico gracias a la sacralización de los mecanismos del sistema económico imperante.

-A consecuencia de todo lo anterior, en tanto se profundiza esa interpretación de la vida y el sistema, los excluidos siguen esperando.

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Un par de comentarios, con todo respeto y punto por punto.

-El sistema económico es injusto en su raíz, habría que comenzar a purificarlo separando a la iglesia del poder de los estados para que ésta pueda desenvolverse acorde a su propia economía, entregando su servicio a la humanidad y recibiendo la retribución que ésta considera correcta por tal aporte, en libertad y sin coacción administrativa alguna. Comenzará así, esta gran institución, marcando el rumbo correcto con la fuerza de los ejemplos, como lo hizo en su momento ese gran pastor despojado de todo bien material, al cual indujeron a una cruz como escarmiento, y a adorarlo luego para saciar remordimientos.

-En efecto, predomina la ley del más fuerte, en este preciso instantes hay millones de personas preocupadas por sus futuros emprendimientos, intentando descifrar como repercutirá esta aseveración de su santidad, en las próximas reglamentaciones que podrá propender a establecer con el poder político que escucha sus sugerencias.

-Sí, hay una tiranía invisible hace miles de años, y desde hace aproximadamente mil setecientos, la invisibilidad se ha hecho carne con un organismo administrativo que utiliza protocolos elucubrados en visiones metafísicas, mediante las cuales la invisibilidad del todopoderoso, se ha hecho rigor material con premios, castigos y persecuciones. Usted, su santidad, hoy representa el máximo cargo en tanto y en cuanto la administración social de las almas que aún se sumen a sus protocolares pasajes hacia el más allá.

-La especulación financiera campea conforme los especuladores pueden protegerse de la manera que pueden de los futuros alternativos siempre cambiantes. Es difícil comprender esto por parte de una institución que no ha tenido, en rigor histórico, las más mínima necesidad de pensar su futuro con el costo de oportunidad que mide en su decisión, la diferencia entre permanecer o escindirse. La permanencia es lo invariable de una institución que de tanto peso, ya parece transformarse en un lastre muy pesado: ¿Como comprender si quiera lo más mínimo de un funcionamiento financiero si el concepto de riesgo es inexistente para tal movimiento?

-Sí, hay corrupción ramificada y "evasión fiscal". Pero hay que aclarar que la evasión fiscal puede ser considerada altruista de solo pensar que con esos recursos, que se le extirpan a los generadores del alimento del fisco, se abultan las arcas que alimentarán el ejército de sotanas que nos pondrán sujetos a escarnio o a misericordia: ¿Encima de la coacción impositiva también deberemos acercarnos a una nueva hoguera de quema de vanidades?

-La confianza burda en algo que nunca ha sido probado, no campea en las mentes de quienes adhieren a la teoría del derrame, sino en las de quienes repiten como loros "por mi culpa" "por mi culpa" "por mi gran culpa", creyendo que con ese repetir ganarán un lugar en primera fila para ingresar raudos en un más allá idílico y celestial, pero que a ciencia cierta y bien probado, es solo garantía de mansedumbre aquí en la tierra y no en el cielo.

-Y sí, finalmente una gran coincidencia; los excluidos siguen esperando. Sin embargo es digno indicar y remarcar firmes convencimientos. Hay alternativas para los excluidos mucho mejores, de más valía, dignidad y efectividad que la que deja ver su propuesta. Para los excluidos no es una herramienta fértil la promesa eterna de una vida digna en un lado invisible que solo se degusta mediante una especie de histérica entelequia intelectual, y que se nutre con tiempo de sobra para pensar sin pagar el costo de tal cruel inmovilismo. Para los excluidos probablemente comience a ser un dato fértil sugerirles que es hora de olvidar ya los cuentos infantiles, poniendo adelante de sus seres la verdad; que solo esta vida es la única y posible de ser vivida en dignidad y plenitud.

De seguro que luego de esa fértil proposición, no quedará otro camino que el de desprenderse de los administradores de la invisibilidad. Esos que han vivido miles de años acercando las sotanas a sus pobrezas, disfrazando de altruismo bienaventurado, un compendio de histerias grupales construidas en cubículos de oscuridad delimitados por lúgubres y enmohecidos muros, y potenciadas en proporción directa a la distancia que los separa de la vida. La luz de la inclusión solo puede venir derribando ensoñaciones, mostrando la dignidad de la existencia por la vía del desprendimiento de atávicas cadenas de misericordia, tal es el camino posible para lograr la tan ansiada justicia. Seres humanos viviendo de sus quehaceres en independencia y libres, a la vez que aquellos que han vivido de las miserias y penurias ajenas, y quedando real y verdaderamente libres, podrán mostrar la valía de la madera de la que están hechos. ¿Se atreverá su santidad a tamaño desafío?

Si así fuere, habremos dado el primer paso en el camino correcto de la inclusión al excluido, aunque probablemente habrá que incrementar subsidios para sotanas desocupadas.



domingo, 10 de noviembre de 2013

ARTISTAS MILITANTES Y COMPROMETIDOS


Desde mi adolescencia y hasta hace algunos años, siempre me llamó la atención la anuencia y el silencio -para mí incomprensible-, que se evidenciaban en las escasas o nulas contestaciones al respecto de determinadas posturas políticas de un grupo de artistas que hoy campean las huestes del oficialismo: Gieco, Heredia, Páez, Sosa, Alterio, Sabaraglia, Romano, Grandinetti, entre muchos otros.

Hoy he captado en toda su dimensión algo que ha sucedido ya, y es inevitable. Es difícil determinar qué tipo de fenómeno lo ha empujado (podrían ser las nuevas tecnologías de la comunicación y las redes, aunque también el hartazgo de décadas que espontáneamente se abrió paso luego del primer grito de indignación), cuando veo las respuestas a Heredia y Gieco, no puedo dejar de pensar que un torrente de irreverencia hacia ciertos "elefantes blancos" otrora intocables, se ha abierto paso como el caudal de una represa que se ha quebrado; esta gente pretende pararse en medio de ese devenir y aún cree que puede poner el cuerpo. Yo les recomendaría que se hagan a un costado, o que corran.

Por caso, hace unas horas Víctor Heredia se quejó porque muchos se enojaron con los caché que cobraron por sus últimos festivales, en parte de su enojo el artista indicó que: "muchos de los que se quejan de nuestros precios, pagan mucho más para ir a ver artistas extranjeros y no los critican".

Víctor Heredia no repara en pensar de donde sale el dinero en uno y otro caso. En su caso salió de mi bolsillo en forma compulsiva y sin rendición de cuentas. Salió de una persona que jamás consumió si quiera 15 segundos de sus trabajos artísticos. En el caso de los artistas que señala como "extranjeros", nadie me vino a pedir un peso para traer a Justin Bieber, Metallica o Britney Spears. Cuando se presentaron Jamiroquai o Herbie Hancock, hice un esfuerzo y erogué dinero conforme de hacerlo para el disfrute de sus trabajos.

Así las cosas, debo indicar que se siente un sabor amargo el enterarse que he pagado el caché de Víctor Heredia para que vaya a un mitín político a rendir pleitesía por cosas contrarias a mi pensamiento y amenzantes hacia mi persona. No obstante ello, también es amargo e indigesto el trago de saber que he financiado a un artista cuya obra siempre me resultó  esquiva desde lo más profundo de mi ser y existencia; una especie de tiro en los testículos, un domingo de invierno al caer la tarde de un día nublado, húmedo, con cero grados y luego de enterarte que la chica de tu vida se marchó para siempre con tu peor enemigo. He financiado con mi trabajo, una obra de arte que me provoca esa sensación. Imposible que en libertad de decisión haya entregado, si quiera, una mísera moneda por ello.

En tanto que al respecto del señalamiento al "extranjero"; ¿Qué pretende este señor? ¿Pretende acaso que sobre el financiamiento inducido de una obra desagradable del cual he sido víctima, tampoco tenga alternativa alguna para degustar las obras que me agradan? ¿No es demasiado ya?

sábado, 19 de octubre de 2013

Estados Unidos aún marca tendencia.

El próximo domingo hay elecciones intermedias en Argentina, y se perfilan diferentes estrategias de propaganda por parte de los partidos en pugna. En este sentido, incorporo un interesante hallazgo, y es la réplica exacta de un spot utilizado para la campaña de Obama en Estados Unidos, por parte del Frente Para la Victoria, el partido oficial de gobierno en Argentina. Primero se incorpora el spot original, a continuación la copia argentina. Increíble...



lunes, 14 de octubre de 2013

NOBEL DE ECONOMÍA 2013

Hay bastante ruido entorno al Nobel de Economía entregado a tres Estadounidenses sobre un tema que tiene que ver con la formación de precios de activos en el futuro y su posible predicción en el presente. Algunos lo interpretan como magia, otros como diletancia, también tarotismo, astrología o astronomía aplicada a la ciencia económica -aunque podríamos volver al tan mentado tema de la física-.

Lo que debemos tener en cuenta, creo, es la obsolescencia del sistema institucional mediante el cual discurre el conocimiento y su correspondiente "corroboración de calidad" o sello de viabilidad y seriedad, por llamarlo de alguna manera.

En tal estructura, los investigadores están obligados a escribir "tanto por año", asistir a cierta cantidad de congresos en determinado tiempo. A buscar un "tema original", y así, cientos de miles de personas corren escribiendo y escribiendo. ¿Alguien puede pensar que en ese ejército de cientos de miles de escribas y observadores cada uno de ellos puede mantener originalidad sobre la base de una obligación?

Soy de los que piensan que más bien son un rejunte que termina decantando en un gran maratón, en donde el desafío es estar sin más. Entregar un Nobel por año en ese contexto, es una inevitable conducta formal para mantener la maquinaria en funcionamiento, aunque la repetición de un premio por año se transforma a la vez en su contrario.

Progresivamente vacía su propia categoría mostrando de manera inevitable, que lo investigado ya esta contenido en escrituras económicas de hace siglos, o bien son meras lineas de aproximación que se van alejando inexorablemente de la originalidad específica para la cual el premio estaría orientado. "Si he visto más lejos es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes", escribió Sir Isaac Newton en una carta a Robert Hooke en 1676. Y es interesante el contenido de esa frase (originalmente enunciada por Bernardo de Chartres), lo que cobra relevancia hoy en día; a más y más premios presentes, más enanos actualizados y mayor altura y grandeza de los hombros de los gigantes en los que vamos montados.

Y hoy, una vez más, el Nobel de economía parece ser un repetido ejercicio de selección mediocre que premia más "los contactos" que un pensamiento original. Comenzarán las críticas marxistas, las austriacas, las neoliberales, las keynesianas -neo, post y new-, y, obviamente, también las amateurs.

Yo por mi parte digo: si me midiera en mi ciencia como un tenista ha de medirse en el circuito ATP, estaría probablemente en el puesto 3 millones. Y desde ese lugar: ¿Podría criticar al número uno? Creo que no, aunque podría criticar el sistema de puntuación indicando que es injusto...

Bueno, espero se haya comprendido el mensaje. El Nobel de economía entonces, para Lars Hansen, Robert Shiller y Eugene Fama. El tema; "análisis empíricos sobre los precios de activos". Validez del tema; "Posibilidad de predecir el curso amplio de los precios en periodos largos de tiempo". Felicitaciones!

Y a quienes no han ganado el Nobel, a seguir trabajando...

domingo, 13 de octubre de 2013

Juan Cabandie, o el arte de la militancia láctea.



Luego de un día plagado de noticias políticas, entre las que se destaca la aparición de un vídeo en donde se lo puede observar al candidato a diputado Juan Cabandie increpando a un oficial con el que mantiene una discusión contravencional, no he podido dejar de pensar en paralelo, en las familias que han de estar pasándola mal por una sudestada a la vera de un río, en un cartonero que está pensando en sacarse la grande deseando un milagro contenido en una bolsa de basura. En una persona alcoholizada que camina la calle zigzagueante llorando las penas de un arrepentimiento profundo sobre el camino pasado. A la par de todo eso, decía, no puedo dejar de pensar en esa imagen del día.
La imagen de un muchacho arrogante increpando a una persona a la que sabe con menos recursos disponibles para devolver una respuesta. Un funcionario público tomando envión y nutriendo una valentía vacía gracias a la toma de consciencia de saberse con una ventaja que lo pondrá, petulante, en un pedestal –nunca discutido por cierto-. Y ahí se lo ve, balbuceando sobre un supuesto pasado militante del cual, haciendo las cuentas, solo habría formado parte como demandante de chupetes y pañales.

A ese personaje de alguna manera lo hemos construido todos. Y solo sobre la base de comprender profundamente la esencia de esa creación, podremos evitar nuevas apariciones de esta especie.



miércoles, 9 de octubre de 2013

TEORÍA CENTRO-PERIFERIA. Una historia incómoda.






La teoría "centro-periferia" nos dice algo más o menos así: las sociedades atrasadas -las que arrancan su desarrollo en fases posteriores-, no pueden alcanzar a las más desarrolladas mediante el comercio libre con éstas, precisamente porque quedarían supeditadas a las necesidades del centro -aquellas que se desarrollaron previamente-. El libre comercio desarrollado por la vía de tal asimétrica relación, crearía un círculo vicioso de dependencia eterna y retraso permanente. Así, persistir en la libertad de comercio, decantaría inexorablemente en una recreación constante de pobreza estructural, cuya magnitud de crecimiento sería proporcional a la magnitud de la libertad con la cual estas sociedades se especializarían vía el comercio; las primeras lo harían en generar riqueza a expensas de las segundas, y las segundas -retrasadas-, se especializarían en la recreación de pobrezas funcionales a las primeras -las adelantadas-. Si se comprendió la síntesis, sería interesante intentar contestar la siguiente pregunta.

¿Por qué causas y motivos los Sumerios no pudieron mantener su liderazgo y riqueza? ¿Acaso no existía libre comercio en aquel entonces?


viernes, 27 de septiembre de 2013

La inflación y la caída del Imperio Romano


Traigo a este espacio un sintético pero interesante desarrollo que se ha realizado en un blog amigo. La entrada original pueden observarla en el siguiente enlace:


http://historiasinhistorietas.blogspot.com.ar/2011/08/400-como-la-inflacion-acabo-con-el.html




Existe la creencia comúnmente aceptada que carga las culpas de la caída del Imperio Romano sobre las tribus germánicas, que, bárbaras, harapientas e iletradas como eran, tomaron al asalto una sociedad refinada, culta y próspera.

Pero una de Las verdaderas causas del fin de Roma como Imperio y, lo que es más importante, como civilización no fueron los bárbaros, si no los propios emperadores romanos, que dinamitaron su propio mundo aplicando recetas económicas que hoy nos resultan muy familiares.

En el invierno del año 211, el emperador Septimio Severo se encontraba en la provincia de Britania peleándose con los pictos. Entonces se puso malo y se murió; pero antes reunió a sus dos hijos, Caracalla y Geta, junto a su lecho de muerte y les dio un último consejo para gobernar el inmenso imperio que les legaba: "Vivid en armonía, enriqueced al ejército, ignorad lo demás". Caracalla prometió cumplirlos, pero pronto se olvidó del primero de los preceptos y liquidó a su hermano para poder mandar él solito.

Con Caracalla empieza la decadencia de Roma. Haciendo caso a su padre, subió un 50% la paga de los soldados y se metió en nuevas guerras. Para financiar la cosa dobló los impuestos sobre las herencias. Pero no fue suficiente, por lo que decidió devaluar la moneda: así, de paso, se podía permitir caprichos como las faraónicas termas que llevan su nombre, y cuya sala principal es más grande que el San Pedro del Vaticano.

En el siglo III no existían el papel moneda ni la máquina de imprimir billetes, así que las devaluaciones atacaban directamente al metal. Lo que se hacía era malear el metal noble mezclándolo con otros menos valiosos. El objetivo de los gobernantes que así malgobernaban era acuñar y gastar más. Caracalla pensaba que si quitaba un poquito de plata a las monedas nadie lo notaría, y él podría multiplicar a placer el dinero existente. Se trataba, en definitiva, de algo bueno para todos.

La moneda romana era el denario –de aquí viene nuestra palabra dinero–, y en origen era de plata pura. En tiempos de Augusto, el primer emperador, cada denario estaba compuesto en un 95% por plata y en un 5% por otros metales, como el bronce. Un siglo más tarde, con Trajano, el porcentaje de plata era del 85%. Ochenta años más tarde, Marco Aurelio volvió a depreciar el denario, que ya sólo tenía un 75% de plata. El denario, pues, se había devaluado un 20% en dos siglos. Algo más o menos tolerable. Caracalla, muy necesitado de efectivo para sus gastos, devaluó el denario hasta dejarlo con sólo un 50% de plata; es decir, lo devaluó un 25% en un solo año.

El áureo –de oro, lógicamente– también perdió valor por imperativo legal. Durante el reinado de Augusto, de cada libra de oro salían unas cuarenta monedas. Caracalla estiró la libra hasta sacar unas cincuenta monedas, que, naturalmente, mantenían el valor nominal; pero no el real.

Con tanto experimento monetario y sin que el emperador lo previese, los precios se dispararon. Caracalla se perdió la fiesta: estando de campaña en Asia, fue apuñalado por uno de sus guardias mientras meaba al borde de un camino. Una muerte muy propia para uno de los mayores sinvergüenzas de la Historia.

Los que le sucedieron no hicieron sino empeorar las cosas. Casi todos los emperadores del siglo III fueron militares, y casi todos llegaron al poder mediante sangrientos cuartelazos. Un dato que lo dice todo: sólo uno de ellos, Hostiliano, que reinó seis meses en 251, murió en la cama por causas naturales; el resto cayó a manos de sus guardias o en el campo de batalla –por lo general contra sus sucesores–. A este periodo los historiadores lo llaman "la crisis del siglo III". En rigor, deberían hablar del fin de la civilización romana, porque a partir de ahí el mundo romano sería mucho más parecido al medieval que al clásico.

Durante ese siglo el denario no dejó de devaluarse; hasta que acabó convertido en un pedazo de bronce bañado en plata que pasaba raudo de mano en mano. Y es que la moneda mala, como dice la copla, de mano en mano va y ninguno se la queda. En cuanto al áureo, prácticamente desapareció de la circulación, y cuando aparecía era fino y maleado. La inflación superó el 1.000%, y eso con los fragmentados datos de los que disponemos: probablemente, en ciertos momentos y lugares fue mucho mayor.

Al caos político y económico del siglo III le sucedió el ajuste de Diocleciano, que, ya sin poder recurrir a la devaluación, machacó a impuestos a los habitantes del Imperio y ensayó una reforma monetaria. La reforma fracasó, y su edicto de precios máximos fue totalmente ignorado por la gente, que, en menos de un siglo, había pasado de tener en sus bolsillos denarios de plata a manejar los llamados follis, pedacitos de bronce muy abundantes y sin apenas valor. Los romanos se habían empobrecido fenomenalmente en sólo unas décadas por culpa de su Gobierno; y con ellos el comercio, la industria y la agricultura del Imperio.

La semilla del Estado omnipotente, siempre necesitado de fondos para sobrevivir, había arraigado. El emperador Constantino suprimió el áureo y puso en circulación una nueva moneda de oro, el sólido, muy depreciada con respecto a su antecesor. Un áureo de los antiguos valía, por su cantidad de metal precioso, dos sólidos. La moneda de plata, encanallada hasta la náusea, desapareció del mapa.

Constantino consiguió la cantidad de oro necesaria para la reforma confiscándoselo a las ricas ciudades orientales y a los templos paganos, ya en retirada tras la conversión del emperador al cristianismo. Para financiar el funcionamiento del Estado se inventó nuevos impuestos, que habían de abonarse sólo en oro, única forma de pago, por lo demás, que aceptaban los mercenarios extranjeros que servían en el ejército. Bárbaros les llamaban, aunque, a decir verdad, bárbaros serían pero no tontos, cuando sólo estaban dispuestos a jugarse la vida por dinero de verdad.

El oro se convirtió en un refugio para quien podía conseguirlo, es decir, los militares y los altos funcionarios imperiales. El resto de la población había de conformarse con el bronce de los follis y el cobre del dinero informal, acuñado de manera ilegal y que hacía las veces de dinero de bolsillo. La antaño próspera clase de pequeños propietarios y comerciantes, base misma de la grandeza romana, se arruinó sin remedio. Se produjo entonces una concentración de tierras en manos de unos pocos terratenientes, que empleaban en ellas a los hijos o nietos de antiguos campesinos libres depauperados por la inflación y los crecientes impuestos imperiales. La era feudal acababa de comenzar.

El Imperio Romano de los siglos IV y V vivió, literalmente, de saquear a sus súbditos. Los gastos imperiales crecieron porque sólo se podía sobrevivir a la sombra del Estado. El ejército duplicó sus efectivos, pero no sirvió de nada, porque los reyes germanos fueron, a partir del año 400, fundando reinos con el beneplácito de los orgullosos ciudadanos romanos.

Durante casi dos siglos, el Estado romano fue una onerosa máquina burocrática que tenía el solo objetivo de sobrevivir y perpetuarse. Pero ni eso consiguió. Cuando el flujo de oro se secó, porque ya no quedaba un solo contribuyente a quien dar la vuelta y sacudir, Roma colapsó y se esfumó de la Historia, dejando tal caos que Occidente no volvería a ser Occidente hasta mil años después.




lunes, 23 de septiembre de 2013

Libertad de elegir


Guillermo Moreno ha "invitado" a los empresarios a ser solidarios, y nuevamente el funcionario ha dejado un sabor amargo con su particular forma de paliar los problemas. Si bien es claro que intentar una crítica de esa sutil sugerencia del secretario de comercio, sería fácilmente traducido por cualquier oficialista como un acto que no se "sensibiliza ante los problemas sociales", se hace imprescindible su realización para todo aquel que piense en libertad antes que en encierro, por más que lo primero que se arguya al respecto sea una construcción del tipo; "con el afán de pegarle al gobierno, no se hace más que olvidarse de los problemas de la gente; ¿Qué hay de malo en hacer un fondo de dinero puesto por empresarios a los cuales les ha ido muy bien todos estos años y bien podrían ayudar a las víctimas de una inundación?”. Y como esto tendría todo de bueno, lo malo sería pretender ver un problema donde solo hay amor, buenaventura y grandes intenciones.

Mi observación no será muy extensa, sencillamente pienso en los grados de libertad que puede tener un empresario, dadas las condiciones en las que se sugiere su decisión. En este sentido, las decisiones siempre deben nacer desde un cúmulo de alternativas en un pié de igualdad; la libertad para elegir nunca debe estar previamente coaccionada, pensemos un ejemplo. Supongamos al empresario X, respondiendo de la siguiente manera; “Señor Moreno, en mi caso no depositaré dinero en dicha cuenta, puesto que mes a mes he dejado en las arcas del erario público, los recursos necesarios para paliar esta inconveniencia, no solo luego del imprevisto, sino también para minimizar las consecuencias negativas del mismo con las correspondientes obras y servicios públicos diseñadas a tal efecto”.

Quienes crean que esa alternativa de respuesta es hoy posible ante tal sugerencia vertida por el funcionario, entiendo que no están haciendo una evaluación correcta del estado en el que se encuentran hoy, quienes deben negociar con la secretaría de comercio. ¿Imaginan la respuesta del funcionario ante tal postura? ¿Qué podría pasar con ese empresario? De mínima entiendo que puede aparecer con su nombre y apellido, estigmatizado por “egoísta” y “falto de compromiso para con los que menos tienen”, so pena de tener que sobrellevar diferentes trabas y presiones que se darán a partir de ese mismo instante.

En la famosa película “El Padrino”, cuando Vito Corleone pretendía comprar un bien que no estaba puesto en venta pos su poseedor, sugería lo siguiente; “le voy a hacer una oferta que no podrá rechazar”. Y acto seguido daba un número determinado –generalmente superior al precio hipotético de mercado-.

Si bien el vendedor –que había sido empujado a esa negociación-, podría rechazarla, sabía que al hacerlo sobrevendría una consecuencia rayana al disgusto si se negaba a tal ofrecimiento. En efecto, era una “oferta que no podría rechazar”. Así, la sola motivación antojadiza de quien posee una asimetría de poder, restringe la libertad de quien se ve interpelado, dado que las respuestas posibles no son múltiples, sino únicas. O se acepta, o se está preparado para afrontar las consecuencias. Y ese es el problema con este fondo solidario "voluntario"; es la creación de un fondo que los empresarios no podrán rechazar. Y es ahí donde la libertad cae presa de la elucubración y el escarnio.

¿Se comprendió de qué hablamos cuando hablamos de libertad o de encierro?


Una entrevista nacional y popular.


Algunos periodistas están acostumbrados a descansar sobre el colchón que pueden construir con la cantidad de palabras de un entrevistado. Por eso, en muchos casos no hacen preguntas, sino que ponen el micrófono y ya; un ejemplo.

Termina un partido de fútbol y en lugar de preguntar algo con cierta elaboración, que contenga una mirada medianamente elaborada, emanada por un nivel de conocimiento y observación del juego digno de una buena práctica profesional, preguntan lo siguiente; "duro el partido ¿Verdad?".

Y ahí los jugadores comienzan con la perorata de siempre -y a los cuales los mismos periodistas suelen criticar injustamente-, son cuatro o cinco cosas que se repiten una y mil veces, a saber; "...Si, es un equipo complicado, salieron a hacer su juego, por momentos fue difícil entrar y sabemos que saben como defenderse. Nosotros intentamos por todos los medios, algunas cosas no nos salieron bien, pero continuaremos trabajando. Por toda este gante maravillosa que nos acompaña en las buenas y en las malas..."

Así también parece ser el estilo de la entrevista que le hizo un tal Brienza a la presidente -y a la cual le pusieron el slogan de ser una entrevista "desde otro lugar" cuando a ciencia cierta no fue más que la emanación natural de nuestras propias limitaciones-, con preguntas que tuvieron escaso contenido y elaboración, dignas de un reportaje vacuo. Aunque en lo que respecta a la mencionada conducta de descansar en el colchón que brinda poner un micrófono en boca de alguien que tiene la propensión a hablar como un loro, ahí si, Brienza se lleva el 10 en dormilón.

Recuerdo cuando a Michael Schumacher, un periodista argentino en el GP de Buenos Aires de 1997 le preguntó; "dura la clasificación ¿verdad?" Y el alemán, claro, conciso y concreto, se limitó a contestar el contenido de la pregunta puntualmente; "ja", fue la respuesta -que quiere decir "si"-, y no dijo nada más.

El Argentino se quedó unos segundos esperando, y al ver que no venía más nada de esa boca, no supo que preguntar. Luego, en el piso del programa espetó; "el piloto alemán, soberbio y frío, podrá ser un gran piloto pero su condición de persona deja bastante que desear..."

¿Cuales son las condiciones humanas que dejan "bastante que desear"? Yo no tengo dudas. ¿Vos?


jueves, 19 de septiembre de 2013

IGUALDAD DE OPORTUNIDADES


¿Dónde hay más "igualdad de oportunidades"? ¿En una sociedad de 10 mil personas en las cuales se reparten 10 oportunidades posibles o en una de la misma cantidad de personas en donde existen 10 mil oportunidades diferentes?

En la primera tendremos 10 oportunidades posibles por cada persona y probablemente grupos de mil personas terminen abocándose a captar y desarrollar la misma oportunidad; esas mil personas trabajando en cada "grupo de oportunidad".

En la otra tendríamos por cada persona una alternativa de 10 mil oportunidades, y entre las cuales podría llegarse a que cada una obtenga la que más provecho considere, puede traerle.

Las oportunidades se crean mediante el comercio, no mediante leyes. Así, una sociedad como Cuba -imperio del igualitarismo-, puede ofrecer oportunidades contadas con los dedos de mis manos: a vuelo de pájaro, podría mencionarlas; médico de hospital público, poeta del régimen, rumbero, docente, campesino de la zafra, paseador de turistas, policía del régimen, enfermero, botones de un hotel, cocinero, armador de habanos, entre otras pocas más.

En una sociedad como, por caso, Alemania, no me alcanzaría la noche entera para contabilizar las diferentes alternativas y oportunidades que se le presentan al grueso de los jóvenes que buscan su primer trabajo.

Sin embargo, existe la apariencia que hay mayor igualdad en la primera de las sociedades que en la segunda. Y es sencillo, al haber pocas cosas por las cuales elegir, todos están destinados a quehaceres sencillos y parecidos, diferente es cuando el margen de elección se extiende sin parar, ampliándose minuto a minuto.

En definitiva, en apariencia, el altruismo igualitarista conlleva en esencia el camino hacia el empobrecimiento. Lo contrario sucede con el camino a la riqueza; la diversidad de oportunidades es, paradójicamente, el camino a la igualdad de las mismas tantas veces mencionada.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Vaca muerta, Argentina enferma.


A finales de la década de 1950 y principios de la siguiente, subsidiarias de empresas transnacionales cubrieron el déficit técnico y la escasez de recursos que presentaba argentina para poder alcanzar las fases más difíciles de su industrialización. Hoy, casi 60 años después, la historia parece repetirse; las posibilidades potenciales que abre la reserva de vaca muerta, ponen en evidencia nuevas restricciones.

Siendo probablemente la tercera reserva mundial de petróleo y gas no convencional, solo es posible su aprovechamiento en la medida en que las transnacionales puedan aportar sus recursos y conocimientos para que tales reservas se hagan efectivas y susceptibles de utilización en el mercado energético, solo con ese aporte puede ser  posible saltar el cuello de botella energético que la mal llamada "década ganada", ha generado.

Argentina hoy es una economía cuya estructura, empobrecida y retrasada técnicamente, no puede hacer provecho del mar de recursos en la que está montada. Un empobrecimiento suscitado a la par de la riqueza potencial siempre promisoria, pero siempre esquiva; una economía condenada a su propia dinámica -que por momentos parece ser la muestra cabal de su propia desidia-.

Hay también, ciertos patrones de conducta que pueden explicar -al menos en parte-, algunos de los aspectos mas distintivos de las decisiones estratégicas que ciñen tales situaciones. Una clásica postura en nuestro medio parece ser una especie de despotrique contra el capital y los recursos del extranjero, a los cuales se los advierte como una necesidad, pero nunca se los tolera como un complemento. Así, se deambula en forma permanente por el arco que va de la protección y el subsidio a la regulación y el control de precios, y de la inflación a las anclas nominales monetarias, coartando las siempre escasas posibilidades de capitalización local, desincentivando lo mejor del emprendedurismo posible e incentivando comportamientos acomodaticios y corporativistas.

La opción dura de competir vía investigación, desarrollo y nuevas ideas, siempre fue soslayada por la opción blanda de la ley hecha a mediada, es más sencillo impulsar una protección efectiva vía impuestos arancelarios -por caso-, que invertir en una mejora productiva que permita desplazamientos de la competencia dictaminados por el consumidor, quien en última instancia, siempre es el mejor juez dictando este tipo de sentencias -aunque inconveniente para los comportamientos anteriormente mencionados-.

Si en Argentina no logramos comprender que somos un país extremadamente pobre, cuya única salida hoy, la provee el sector agropecuario con todo su dinamismo y energía, y sobre el cual recaen permanentemente políticas que profundizan un agudo drenaje para que subsista un sector industrial que solo vive con un eterno respirador artificial, parece no haber salida posible.

Para marchar hacia la riqueza, entiendo, debemos terminar con algunos mitos.

Primero. Instaurar en la imagen del ciudadano común que la regulación económica es inviable y solo una herramienta improvisada por la diletancia de ocasión; la palabra "mas regulación" como lugar común, debe ser reemplazada por "más libertad".

Segundo. Instalar en la imagen del ciudadano común que la apariencia bondadosa de las políticas progresistas en Argentina han tenido un costo profundo, y es la miseria y desocupación en la que en esencia e inevitablemente siempre decantan.

Tercero. Que hay una aparato de poder diseminado en lugares clave del sector público, las artes, los sindicatos, el mundo empresarial y la educación, que hace las veces de apuntalador de las corrientes políticas que sostienen los mitos anteriormente mencionados, allí hay que dirigir la agenda analítica para poder desactivar esas restricciones y frenos al desarrollo.

Cuarto. Que para salir finalmente del eterno dilema del desarrollo trunco, la pobreza estructural, la miseria y la pauperización que corroe nuestra sociedad, el liberalismo no es una inconveniencia ni una conspiración de clase, sino, probablemente, nuestra última oportunidad.

miércoles, 7 de agosto de 2013

PROTOCOLOS


Hace unos meses, en una clase, intercambiamos con los alumnos algunos tópicos sobre procedimientos de gestión, factores de control y factores no controlables en un proceso de producción. Allí sugerí que pensemos -para detectar y separar convenientemente cada especie de factores-, en la mayor cantidad de hipótesis posibles para detectar eventos no previstos y, entre ellos, cuáles podrían ser controlables por la propia gestión o, en su defecto, minimizados “ex ante”. Y cuales no pueden ser controlables y, por consiguiente, desarrollando paliativos “ex post”.

Así, habíamos abordado –entre otros-, al tipo de cambio y su variación como un factor no controlable, del cual deberíamos tener pensado un set de alternativas posibles ante una variación imprevista que pudiera repercutir negativamente en la estructura de costos –suponíamos un alto porcentaje de insumos importados-. De esta forma fuimos pensamos alternativas “ex post” ante un evento de estas características.

También analizamos supuestos factores de control, o al menos que dependían directamente de nuestro quehacer en el desarrollo de gestión; el esquema de organización de planta, el sistema de prevención de incendios, el manejo de la información, entre otros.

Recuerdo que, al respecto de separar de los eventos, las categorías “ex ante” y “ex post” –o sea, antes del suceso y después del suceso- debían ser consideradas como elemento central. Recalqué que el proceso de gestión basado en la mejora continua de la organización “ex ante” sobre la base de un exhaustivo análisis que apuntale el prestigio del buen ejercicio profesional, conlleva cierta ingratitud en determinados contextos. Recuerdo que apelando a algunas categorías de metodología científica y corroboración empírica, sugerí que pensemos sobre la efectividad de uno y otro de los parámetros protocolares de trabajo.

Así, pensamos que, cuanto más perfecto funcionaba un esquema de construcción de protocolos sobre la base de minimizar anomalías “ex ante”, tanto más se alejaba el espacio de verificación de su efectividad. Un poco más claro; para desarrollar un protocolo que minimice -previamente-, la posibilidad de aparición de un suceso no querido, debemos indagar -con la mayor rigurosidad posible-, todo lo concerniente a ese suceso anómalo. Cuanto mayor y mejor es la indagación, más y mejores diseños se crean para que el suceso no se presente. Y aquí comienza un problema ciertamente ingrato en determinados contextos.

Si el suceso anómalo no se presenta, puede suceder que el "acostumbramiento" al buen funcionamiento, decante en un nulo o escaso reconocimiento profesional a quienes tan buena tarea han realizado previamente. Pero si el suceso no deseado se presenta –siempre es probable un imponderable-, la responsabilidad es fácilmente detectable cuanto más precisos son los protocolos. A la par, el suceso imprevisto y el evento, sirven nuevamente como muestra para nutrir al protocolo que no había previsto esa nueva anomalía.

Sintetizando, el buen funcionamiento de un protocolo realizado sobre la base de minimizar previamente una anomalía, no es percibido en su resultado hasta tanto la anomalía se presente y, cuando se presenta, lo único que se percibe es una anomalía en el protocolo.

Los factores no controlables son normalmente contrarrestados por protocolos diseñados para minimizar eventos "ex post". Aunque muchas veces estos protocolos se diseñan sobre la marcha, también sus buenos logros conllevan cierta ingratitud por falta de “resultados objetivos”.

Hoy hemos asistido a la explosión de una caldera de un edificio en la que murieron decenas de personas. Hace un mes un nuevo accidente ferroviario cobró 3 vidas. Poco más de un año otro evento de similares características elevó la cifra de decesos a 61 personas. En la ciudad de La Plata las inundaciones cobraron decenas de víctimas.

Este escrito no pretende despotricar políticamente contra nadie, sino mostrar lo ingrato de hacer las cosas bien en determinados contextos, para ayudar a pensar sobre cómo hemos construido algunos marcos que hacen a la práctica profesional cotidiana en Argentina y el respeto por los protocolos que las prácticas exigen.

¿Qué hubiera sucedido si las barreras hidráulicas del andén de once hubieran funcionado correctamente? ¿Qué hubiera sucedido si los mapas de caudales de desagote pluvial hubieran estado profesionalmente gestionados y la ciudad de La Plata nunca se hubiera inundado? ¿Qué hubiera sucedido si todo el esquema de tareas de mantenimiento de la caldera -si es que la explosión se dio por malas prácticas profesionales- hubiera sido protocolarmente regular sobre la base de una experta pericia profesional y la explosión no se hubiera presentado?

Nadie estaría hablando de lo bueno del buen hacer de esas personas que nos han cuidado, dado que nadie puede percibir objetivamente tal buen hacer, solo se puede percibir su necesidad cuando algo malo sucede. Pero cuando ése algo malo sucede, nos está diciendo “aquí estoy, soy el suceso que nunca debió existir".


Así las cosas, e independientemente de gobiernos y filiaciones políticas, parece ser que en Argentina hemos construido un esquema de “héroes” montados en anomalías ex post –aquellos que corren atrás de los sucesos derrochando energía, palabras y paliativos sobre algo que no debería haberse presentado-, y hemos elevado la ingratitud natural con la que normalmente cargan los verdaderos héroes (esos que hacen lo posible por desarrollar protocolos, esquemas, diseños y arquitecturas que permitan que nada malo nos suceda), a la categoría de señalamiento estigmatizante.

Es fácil acostumbrarse a que todo funcione sin percibir los motivos del buen funcionamiento. También es fácil buscar culpables cuando lo malo se hace presente. Lo que de seguro no es fácil en un contexto como el nuestro, es dar vuelta el esquema de incentivos para que los héroes vuelvan a ser héroes y los villanos, villanos.

jueves, 9 de mayo de 2013

¿Que es un CEDIN?

Hace 48 horas la administración económica de gobierno ha lanzado una herramienta financiera especialmente diseñada para canalizar divisas del circuito negro al circuito formal, se dice que el objetivo no es solo el blanqueo de capitales fugados, sino la canalización de este recurso no utilizado, en forma de inversión hacia la economía real. La herramienta que supuestamente realizará tal canalización se presentó el martes y se ha denominado como; Certificado de Depósito Para la Inversión o CEDIN. Va entonces mi interpretación del mecanismo y sus posibles movimientos, no sin dejar mi opinión al respecto.

CEDIN es un bono en dólares que se va a habilitar para aquellas personas que pretendan "blanquear" sus dólares no declarados o declarados pero no ingresados al circuito -dólares legales-. Alguien que posea dólares en una caja de seguridad o debajo del colchón, y quiere comprar una propiedad, podrá hacerlo sin verse obligado a declarar la ruta de obtención de esos recursos, siempre que se dejen esos dólares en el Banco Central y éste a cambio entregue un papel que representa esa misma cantidad de dólares llamado CEDIN. Sería entonces una especie de cuasi-moneda respaldada en su reserva de valor en dólares estadounidenses encajados en el central.

Luego, a medida que este bono o cuasi-moneda llamado CEDIN, comienza a utilizarse para transacciones, se abre otro parámetro -que decantará en un nuevo mercado-, y tendrá relación con la carga subjetiva de quien tomará cedines (puede ser quienes vendan una propiedad tomando en pago tal bono o cuasi-moneda). Posteriormente puede suceder que, quien recibió el bono, esté en situación de pretender la liquidez de los dólares antes de 2016 (que es el momento en el cual el bono paga el neto nominal que representa en el banco central) y, como el central no se lo cambia hasta esa fecha por los dólares que representa, habrá un intento por cambiarlo en el mercado. Obviamente, el mercado pagará una menor cantidad que su valor nominal; el comprador del papel descuenta el riesgo y se hace cargo del tiempo, y eso, lógicamente, lo cobra quien compra el bono y lo paga quien lo vende. Una vez que este proceso cobra dinámica, quien se hace de bonos vendiendo una propiedad, también descontará riesgo y cobrará extra por la adquisición de un valor con menos riesgo que el bono (la propiedad), por lo que el bono comenzará a oscilar sobre otros parámetros más allá de los acostumbrados entre el dólar y el peso. A la vez, habrá un pasivo creciente del central, aunque con un creciente stock de dólares. De esta manera se estaría paliando temporalmente la recesión inmobiliaria y, supuestamente, el descalce entre las paridades de dólares negro y oficial, pero a costa de incrementar el pasivo del central y los compromisos futuros de la administración pos 2015, vendría así un tercer tipo de cambio encubierto, que debería oscilar entre el negro y el oficial.

Respecto de las cajas de seguridad, por caso, podría suceder que, si no se dinamiza el mercado de CEDIN con este primer impulso (que descansa finalmente en una decisión voluntaria de los tenedores de dólares) y continúe el problema de escasez de dólares, se pretenda ir por el contenido de ellas. Así, irán directamente y en donde encuentren dólares, pondrán (¿compulsivamente?) CEDINES y depositarán los dólares en el central. Existe ese riesgo, y si finalmente la justicia confirma ser la presa de ataque desde otro flanco, tendríamos la tormenta perfecta y la suma de todos los miedos en forma de un abordaje en pinzas a la propiedad y sin posibilidad alguna de defensa de la misma. Espero haber sido claro





viernes, 3 de mayo de 2013

¿Paranoia o Ciencias de la Comunicación?

¿Te has preguntado por el sentido de Paka Paka y la creación de esas historietas locales que contienen un tinte político y un relato de la historia un tanto sesgado? ¿Te sorprende María José Lubertino viendo fantasmas sexistas ocultos por todos lados? ¿Quedas en completa confusión cuando ves que el gobierno está más empeñado en marcar la agenda de los medios que gestionar silenciosamente las mejoras de la ciudadanía? Bueno, si algunas de esas preguntas representan parte de tu estado de ánimo, te recomiendo que leas lo que a continuación despliego para ti.



Primero verás el prólogo de un libro que apareció a principios de la década del 70 y que se llamó; "Para Leer al Pato Donald" Comunicación de masa y colonialismo -demás está decir que ya entenderás por donde vienen sus caballos con ese título-. Escrito por Ariel Dorfman y Armand Mattelart, quien prologó el libro se llama Héctor Schmucler, un semiólogo de 81 años muy ligado a la línea intelectual del siempre polémico Director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, uno de los fundadores del Grupo Carta Abierta.

A continuación de este prólogo, incorporo una crítica a tal libro que hizo Carlos Alberto Montaner promediando la década del 90 en el libro que escribió con Plinio Apuleyo Mendoza y Alvaro Vargas Llosa, y que se llamó; "El Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano". Espero que todo el desarrollo te deje un poco más ubicado en tiempo y espacio.

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DONALD Y LA POLÍTICA 

Cuando este libro apareció en Chile, hacía poco más de un año que la Unidad Popular había asumido el gobierno. En todos los sectores de la sociedad comenzaba a evidenciarse -más o menos dramáticamente- que el intento de transformar una realidad pone en tensión al conjunto de la estructura existente. Todos los elementos que constituyen el aparato social se reordenan y en este reacomodo surgen conflictos específicos aún en las zonas cuyas formas de existencia parecieran trascender a los proyectos de cambios sociales. Se volvía a comprobar que la relación estructura / superestructura mantiene un vínculo bastante más estrecho que el vulgarizado por un pensamiento que, aunque se quiere revolucionario, repite los gestos de un positivismo rigurosamente mecanicista. En la llamada estructura se subsume, en realidad, la totalidad de las relaciones sociales. Es uno solo, por lo tanto, el momento de cambio, aunque las distintas formas de la organización social sean regidas por legalidades particulares que evocan desiguales tiempos de evolución. La ilusión de que las transformaciones infraestructurales (económicas) determinan por si los cambios en la cotidianeidad se revierten en su contrario: las viejas formas de vida, características de la sociedad burguesa, suelen consolidarse hasta el punto de neutralizar -cuando no de liquidarlas nuevas estructuras conquistadas.

El caso chileno posee la singularidad de ofrecerse como un confuso campo de contradicciones en el que oficialmente se anuncia el comienzo de un proceso socialista, en los marcos de un orden de raíces estrictamente burguesas, mientras en la realidad actuante el enfrenamiento de clases (cualquiera sea la forma que adquiera en el futuro) sé evidencia en una creciente conciencia de los polos participantes. En ese contexto, la aparición de un estudio sobre el pato Donald y la línea de personajes producidos por Disney, viene a perturbar una región postulada como indiscutible; algo así como querer analizar críticamente la belleza de un atardecer. No es extraño, pues, que el libro tuviera una repercusión aparentemente desmesurada. Los diarios de la derecha chilena lo leyeron inteligentemente: sus comentarios abandonaron la sección bibliográfica y ocuparon un lugar en la política. La Asociated Press difundió un alarmado cable entre sus abonados del Mundo y el sacrilegio de hablar contra las creaturas de la empresa Disney fue noticia en diversos puntos del planeta. De simplificación en simplificación, France Soir, el diario de mayor tiraje en Francia, tituló en primera plana: “El pato Donald contra Allende”, mientras en Chile el diario derechista El Mercurio no demostraba ningún humor para hablar del tema. Y he aquí un hecho paradojal. La indignada reacción de la derecha contra este texto tiene un punto de partida: las publicaciones de la línea Disney son universalmente aceptadas como entretenimiento, valor lúdico que corresponde a pautas permanentes de naturaleza humana y que, por lo tanto, se sobrepone a las contradicciones sociales. Sin embargo, mientras afirmaba este enunciado doctrinario, su irritada protesta no hacía más que mostrar la falacia del argumento pro-ecuménico.

Para la burguesía, el pato Donald es inatacable: lo ha impuesto como modele dé “sano esparcimiento para los niños”. De ahí la trascendencia otorgada a éste trabajo. Lo indiscutible se pone en duda: desde el derecho a la propiedad privada de los medios de producción, hasta el derecho a mostrar como pensamiento natural la ideología que justifica el mundo creado alrededor de la propiedad privada. El cuestionar los pilares de un ordenamiento que reclama puntos de apoyo inamovibles (ahistóricos, permanentemente verdaderos) compromete su estabilidad. La defensa airada de una manera de señala, por contrapartida, la negativa a aceptar otras, su conformidad con la existente. El problema deja de ser marginal y se vuelve político, muestra su gravedad. La frivolidad deviene cuestión de estado. No es lo mismo el mundo con el pato Donald que sin él. Mattelart y Dorfman lo dicen en una figura cuya lectura literal confundió a la A.P.:”Mientras su cara risueña deambule inocentemente por las calles de nuestro país, mientras Donald sea poder y representación colectiva, el imperialismo y la burguesía podrán dormir tranquilos”.

Hablar del pato Donald es hablar del mundo cotidiano -el del deseo, el hambre, la alegría, las pasiones, la tristeza, el amor- en que se resuelve la vida concreta de los hombres. Y es esa vida concreta -la manera de estar en el mundo- la que debe cambiar un proceso revolucionario. Solo la construcción de otra cultura otorga sentido a la imprescindible destrucción del ordenamiento capitalista, porque al fin y al cabo -como repetía Ernesto Guevara- la revolución no se justifica simplemente por distribuir más alimento a más gente. Llevado al límite (y si se descartan esquemas feo— ideológicos) bien podría preguntarse para que luchar por dar de comer a los hombres si no es para lanzarlos a imaginar un mundo de infinitas potencias.

En ese mundo de lo cotidiano (que tiene como eje la diaria presencia en la fábrica) el obrero produce plusvalía como condición necesaria para que se reproduzca el sistema capitalista y, en el mismo movimiento, produce la ideología que perpetúa su relación como sociedad. Allí, en su diálogo cotidiano con la máquina (diálogo cuyo esquema simbólico repetirá en su hogar o sus sueños) debe instalarse la subversión si se quiere que el cambio de propiedad de los instrumentos de producción no aparezca como un acontecimiento divorciado de su existencia real. La ideología, pues, no se ofrece como un terreno epifenoménico donde “también” (pero más tarde) debe librarse una batalla, según lo afirma una izquierda mostrenca y desanimada. La revolución debe concebirse como un proyecto total aunque la propiedad de una empresa pueda cambiar de manos bruscamente y lo imaginario colectivo requiera un largo proceso de transformación. Si desde el primer acto el poder no se postula como cambio ideológico, las buenas intenciones de hacer la revolución concluirán inevitablemente en una farsa.

En ese mundo de lo cotidiano se verifica, igualmente; el papel del andamiaje jurídicoinstitucional reproductor de la ideología dominante, uno de cuyos instrumentos más eficaces lo constituyen los medios de comunicación de masa. En la frecuentación permanente con las ideas de la clase hegemónica de la sociedad -la que posee materialmente los medios e impone el sentido de los mensajes que emite- los hombres elaboran su manera de actuar, de observar la realidad. Es preciso, por lo tanto, escapar de ese orden y descodificarlo desde otra visión del mundo, es necesario re-comprender la realidad para lograr modificarla. Si esto no se entiende, si la “lucha ideológica” no adquiere primordial importancia, se castra la función del proceso revolucionario que tiende, básicamente a reordenar el sentido de los actos concretos.

Sólo desde otra manera de concebir el mundo puede asignarse un valor al cambio de las estructuras. A la inversa, la aceptación aerifica de las pautas culturales establecidas, significa la consagración del mundo heredado. Aun cuando, es preciso repetirlo, haya cambiado de manos la propiedad de los medios de producción. Lo que interesa es el funcionamiento de la estructura y no sus presuntos contenidos: que el patrón sea uno u otro, que el administrador sea funcionario de una empresa privada o del estado, no modifica, sin más, la relación que los obreros establecen con la producción. El salto cualitativo se refiere a las características que asume esta relación, a la cultura que se generó a partir de las formas concretas de una existencia que tienda a la creciente participación de todos en todo.

Esto que resulta comprensible para el plano de las relaciones económicas, no lo es tanto cuando se habla de productos del pensamiento. La ideología que privilegia esta región de la producción suele mantenerse sin modificaciones aun en las sociedades, que han transformada su estructura económica, y muestra el grado de permanencia de una formación inconsciente, a la vez que delata las carencias de la elaboración materialista en este terreno. La idea burguesa del trabajo intelectual como no productivo insiste por un lado en mantener la dicotomía consagrada por la división social del trabajo y, por otro, en marginarla de los conflictos en que necesariamente participa la producción de bienes materiales.

Aparentemente hay territorios de lo “humano” donde la lucha de clases no se verifica. Por ejemplo en los atributos asignados a la niñez: pureza, ingenuidad. Para leer al pato Donald muestra lo contrario: nada escapa a la ideología. Nada, por, lo tanto, escapa a la lucha de clases. Para leer al pato Donald tiende develar los mecanismos específicos por les que laideología burguesa se reproduce a través de los personajes de Disney. La lectura que se ofrece trasciende la opacidad de la denotación para indagar en la estructura de las historietas, para mostrar el universo de connotaciones que desencadena y que se instala en un nivel superior de significación ocupando el lugar fundamental en la comprensión del mensaje.

¿Es preciso añadir que no se trata de tomar el caso Donald como si fuera el único enemigo?

Donald es la metáfora del pensamiento burgués que penetra insensiblemente en los niños a través de todos los canales de formación de su estructura mental. Es la manifestación simbólica de una cultura que vertebra sus significaciones alrededor del oro y que lo inocenta al despegarlo de su función social. Si el capital es tal en tanto constituye una relación social, el oro acumulado por un avaro como Tío Rico no tiene ninguna responsabilidad. Es neutro.

El dinero no aparece como un elemento de relación entre un capitalista y la sociedad, por lo tanto pasible de injusticias. El afán de dinero de Tío Rico (expresión máxima de una constante de los personajes) es apenas una perversión individual: la del avaro que se fascina en la contemplación de su fortuna, pero no la utiliza. El dinero pierde la propiedad fetichizante del poder, para convertirse en objeto de una psicología individual más o menos patológica. En la misma línea, todos los personajes emergen como erupciones psicológicas y no como productos de relaciones sociales. Al lado del “avaro” existe “el inventor”, “los niños malos”, “los niños buenos”. Son conductas abstractas las que se interrelacionan y no funciones concretas de un ordenamiento social.

Si esta reiteración de psicologías recortadas y unilineales se ofrece en todas las historietas infantiles, en el caso de los personajes de Disney la significación es paradigmática dado que sus actores aparecen ligados estrechamente al mundo del niño. Superman no almuerza con el pequeño lector, pero las travesuras de los sobrinos de Donald son las de sus compañeros de escuela. El mundo lineal, el mundo de psicologías actuantes, es su mundo cotidiano. El modela de la revista pasa a ser el modelo de sus relaciones inmediatas. Batman desencadena las fantasías superpoderosas que repiten los más antiguos mitos. Los personajes de Disney, en cambio, no son míticos. Son axiológicos: en este mundo se actúa por interés, en este mundo se engaña, en este, el de todas los días, se establecen las diferencias entre los hombres.

Ya estamos lejos de la anécdota Disney. Estamos en el campo en que la inteligencia de la derecha chilena y la histeria de las agencias norteamericanas ubicaron el libro: el de la política. Menos sagaz, o más ganada por la ideología burguesa que ha segmentado las áreas del conocimiento, alguna izquierda no supo ver la importancia del combate empeñado y reclamó, en Chile, otras prioridades. No se supo otorgar a este libro su valor de anécdota ejemplar. No se comprendió que la lucha por un mundo distinto no admite compartimentaciones y debe entablarse contra todas las formas de la propiedad privada que anidan en las estructuras culturales vigentes y que ofrecen como naturales, oposiciones que son producto de las relaciones sociales existentes en la sociedad clasista: maestro vs. alumno, administrador vs. obrero, periodista vs. consumidor de noticias, hombre vs. mujer, humor vs. trascendencia, entretenimiento vs. política. Al no aceptar la necesaria ruptura que la revolución debe efectuar can el mundo anterior, las maneras de la conducta humana propias de la sociedad burguesa son imaginadas como convenientes a un hombre abstracto que permanece constante a través de los tiempos, se insiste en una moral adecuada a los intereses de los explotadores para erigirla en valor que sólo requiere perfeccionamiento a través de una historia única.

Desde la circunstancia chilena donde surgió, Para leer al pato Dormid se define como un instrumento claramente político que denuncia la colonización cultural común a todos los países latinoamericanos. De allí su tono parcial y polémico, la discusión apasionada que recorre sus páginas, su declarada vocación de ser útil que le hace prescindir de preciosismos eruditos. Evocando un pasaje ya citado en estas líneas, un comentario periodístico sostenía que si el enemigo de Allende es el pato Donald, el actual presidente chileno podía sentirse tranquilo. A su vez, podríamos seguir parafraseando y afirmar que si el combate contra el modo de vida burgués se reduce a libros como éste, las revistas de la línea Disney tienen por el momento su venta asegurada y Para leer al pato Donald habrá perdido la batalla: el pato Donald seguirá siendo poder y representación colectiva. Su éxito, en cambio, estará logrado cuando, negándose a sí mismo como objeto, pueda ayudar a una práctica social que lo borre, reescribiéndolo en una estructura distinta que ofrezca al hombre otra concepción de su relación con el mundo. Entonces no serán necesarios estos libros: la gente no comprará las revistas de Disney. Mientras tanto, sirve de alarmado toque de atención. La apuesta por el socialismo es definitiva y para conquistarlo es preciso cortar una a una las siete cabezas de un dragón que sabe regenerarlas en formas insospechadas. Es estimulante saber, con todo, que se trata de un dragón de papel.


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En 1972 la idiotez política latinoamericana se vio súbitamente enriquecida con un libro fundado en una disciplina hasta entonces alejada de la batalla ideológica: la «semiótica», nombre con el que Ferdinand de Sassure designó a esa muy especulativa rama de la lingüística que se ocupa de descifrar los signos de comunicación vigentes en todas las sociedades. La obra en cuestión tenía el acertado nombre de Para leer al pato Donald, al que seguía un postítulo algo más rancio y académico: comunicación de masa y colonialismo. Sus autores eran dos jóvenes chilenos que apenas rozaban la treintena — aunque Dorfman, nacido en Argentina, era chileno por adopción, puesto que había llegado a Santiago en la adolescencia —, y ambos trabajaban en el vecindario de la investigación literaria: Dorfman, como miembro de la División de Publicaciones Infantiles y Educativas de Quimandú, mientras Mattelart fungía de profesor-investigador del Centro de Estudios de la Realidad Nacional, vinculado a la Universidad Católica. En cierta forma, el libro era el resultado de un polémico seminario titulado «Subliteratura y modo de combatirla», extremo que prueba el viejo dictum tantas veces escuchado: las ideas tienen consecuencias. Incluso las malas.

¿En qué consiste la obra? En esencia, se trata de una aguerrida lectura ideológica desde la perspectiva comunista, aparecida, precisamente, en el Chile crispado y radicalizado del gobierno de Salvador Allende. Dorfman y Mattelart —marxistas — se proponen encontrar el oculto mensaje imperial y capitalista que encierran las historietas de los personajes salidos de la «industria» Disney. Más que leer al pato Donald, estos dos intrépidos autores, los Abbot y Costello de la lingüística, quieren desenmascararlo, demostrar las aviesas intenciones que esconde, describir su mundo retorcido, y vacunar a la sociedad contra ese veneno mortal y silencioso que risueñamente mana de la metrópoli yanqui. ¿Y para qué realizar esa justiciera labor de policías semiológicos? No hay duda: «Este libro no ha surgido de la cabeza alocada de individuos, sino que converge hacia todo un contexto de lucha para derribar al enemigo de clase en su terreno y en el nuestro». Dorfman y Mattelart, lanza en ristre, cantando la Internacional cogidos de la mano, rompen las cadenas del oprobio. Bravo.

¿Y qué encuentran? Donald, sin disfraz, eliminados los artilugios que lo encubren, es un canalla, naturalmente, patológico. Incluso pervertido, porque en su mundillo fantástico no hay sexo, ni se procrea, ni nadie sabe quién es hijo de quién, porque sembrar esa confusión sobre los orígenes forma parte de las macabras tareas del enemigo: «Disney —dicen los dos horrorizados investigadores —masturba a sus lectores sin autorizarles un contacto físico.Se ha creado otra aberración: un mundo sexual asexuado. Y es en el dibujo donde más se nota esto, y no tanto en el diálogo». Esos dibujos sexistas y —al mismo tiempo —emasculados, en los que las mujeres siempre son coquetas y reprimidas cuando no ligeramente tontas o poco audaces.

Donald, Mickey, Pluto, Tribilín, no son lo que parecen. Son agentes encubiertos de la reacción sembrados entre los niños para asegurar una relación de dominio entre la metrópoli y las colonias. El tío rico no es un pato millonario y egoísta, y lo que le acontece no son peripecias divertidas, sino que se trata de un símbolo del capitalismo con el que se inclina a los niños a cultivar el egoísmo más crudo e insolidario.

Pato-landia — metáfora del propio Estados Unidos — es el centro cruel del mundo, mientras los otros (o sea, nosotros) forman parte de la periferia explotada y explotable en la que habitan los seres inferiores. No hay lugar a dudas: «Disney expulsa lo productivo y lo histórico del mundo, tal como el imperialismo ha prohibido lo productivo y lo histórico en el mundo del sub-desarrollo. Disney construye su fantasía imitando subconscientemente el modo en el que el sistema capitalista mundial construyó la realidad y tal como desea seguir armándola». No, no se trata de historias lúdicas concebidas para entretener a los niños: «Pato Donald al poder es esa promoción del subdesarrollo y de las desgarraduras cotidianas del hombre del Tercer Mundo en objeto de goce permanente en el reino utópico de la libertad burguesa. Es la simulación de la fiesta eterna donde la única entretenciónredención es el consumo de los signos aseptizados del marginal: el consumo del desequilibrio mundial equilibrado... Leer Disneylandia es tragar y digerir su condición de explotado».

Como era de esperar, una tontería de ese calibre tenía por fuerza que convertirse en un best-seller en América Latina. En 1993, a los veintiún años de la primera edición, la obrita se había reproducido treinta y dos veces para satisfacción de la rama mexicana de Siglo XXI, y, aún en nuestros días de sano escepticismo, cuando no es de buen gusto succionarse el pulgar, no faltan los circunspectos revolucionarios que continúan recomendándola como la muestra inequívoca de la perfidia imperial y —por la otra punta — de la sagacidad intelectual de nuestros marxistas más alertas y avispados.

¿Por qué encajó este libro tan perfectamente en la biblioteca predilecta del idiota latinoamericano? Porque está escrito en clave paranoica, y no hay nada que excite más la imaginación de nuestros idiotas que creerse el objeto de una conspiración internacional encaminada a subyugarlos. Para estos desconfiados seres siempre hay unos «americanos» intentando engañarlos, tratando de robarles sus cerebros, arruinándolos en los centros financieros, impidiéndoles crear automóviles o piezas sinfónicas, intoxicándoles la atmósfera, o pactando con los cómplices locales la forma de perpetuar la subordinación intelectual que padecemos. Por otra parte, siempre resulta grato defender la cultura o el folclore autóctonos frente a la agresión extraña. ¿Para qué importar héroes y fantasías de otras latitudes cuando nosotros podemos producirlos localmente, como demostrara — por ejemplo —Velasco Alvarado con aquel imaginativo «niño Manuelito» de poncho y chullo con el que patrióticamente intentara sustituir al Santa Claus de los gringos y a sus malditos venados?

Es interesante que nadie les haya dicho a nuestros belicosos semiólogos que exactamente igual podían haber hecho una lectura ideológica de Mafalda, encontrándole tendencias lesbianas porque nunca se deja acariciar un pezón por Guillermito, o como se llame el niño de la cabeza rapada, acusando de paso a Quino de ser agente de la CÍA, dado que su heroína ni una sola vez denuncia la presencia americana en el Canal de Panamá. ¿Qué ocurriría si nuestros sagaces intérpretes se enfrentan con la figura de Batman? ¿Será que en este imperfecto mundo yanqui sólo se puede defender la justicia con la cara tapada y desde el fondo de una cueva? Y Superman, nuestro casto héroe, defensor de todas las leyes —menos la de la Gravedad —, ¿no será un pobre gay, como ese Llanero Solitario permanentemente acompañado por el indio que, sin duda, lo sodomiza? ¿Qué saldría de una lectura revolucionaria y marxista de la Bella Durmiente o de La Caperucita Roja? ¿No hay en esa abuela comilona y desalmada que lanza a la niña a los peligros del bosque una demostración palpable de la peor moral burguesa? ¿Cómo se puede, ¡Dios!, ser tan idiota y no morir en el esfuerzo?

jueves, 25 de abril de 2013

República, Monarquía, Tiranía.

Discurso de la servidumbre voluntaria

Étienne de La Boétie

Según Homero, Ulises dijo públicamente que "No es bueno tener varios amos; tengamos sólo uno. Que sólo uno sea el amo, que sólo uno sea el rey". Habría bastado con que se hubiera limitado a decir "no es bueno tener varios amos". Pero en vez de deducir que la dominación de varios no puede ser buena, ya que el poder de sólo uno, una vez que adopta ese título de amo, ya es de por sí duro y no razonable, añade, por el contrario, que "tengamos sólo un amo".

Quizá haya que excusar a Ulises por tal lenguaje, que le servía para amainar la rebelión del ejército. Yo creo que no adaptaba su discurso a la verdad sino, más bien, a las circunstancias. Pero, a la luz de la reflexión, resulta desgracia extrema el estar sometido a un amo, de cuya bondad nunca se puede estar seguro y que posee el poder de ser cruel siempre que así lo quiera. En cuanto a la obediencia ante varios amos, multiplicará esa extremada desgracia tantas veces como amos haya.

No quiero debatir aquí la cuestión, tantas veces discutida, de "si otros tipos de república son mejores que la monarquía". Si tuviera que hacerlo, antes de ponerme a buscar el lugar que la monarquía debe ocupar entre los diversos modos de gobernar la cosa pública, preguntaría primero si se le debe conceder algún lugar, pues resulta difícil creer que haya nada de público en ese gobierno en el que todo es de uno solo. Pero dejemos para otro momento esta cuestión que bien merecería otro tratado dedicado a ella y que provocaría todo tipo de disputas políticas.

Por el momento, querría solamente comprender cómo puede ser que tantos hombres, burgos, ciudades y naciones soporten a veces a un único tirano que no tiene más poder que el que ellos le dan, que sólo puede perjudicarles porque ellos lo aguantan, que no podría hacerles ningún mal si no prefiriesen sufrirle a contradecirle.

Resulta cosa verdaderamente sorprendente, aunque sea tan común que más cabe gemir que asombrarse, ver a un millón de hombres miserablemente esclavizados, con la cabeza bajo el yugo, no porque estén sometidos por una fuerza mayor sino porque han sido fascinados, embrujados podríamos decir, por el nombre de uno solo, al que no deberían temer, ya que sólo es uno, ni amar, ya que es inhumano y cruel con ellos. Sin embargo, esta es la debilidad de los hombres: forzados a la obediencia, obligados a contemporizar, no siempre pueden ser los más fuertes. Por tanto, si una nación, coaccionada por la fuerza de las armas, se ve sometida al poder de uno sólo, como la ciudad de Atenas se vio sometida a la dominación de los treinta tiranos, no hay que extrañarse de que actúe como sierva, sino, más bien, deplorarlo. O, más bien, no extrañarse ni compadecerse de ello, sino soportar la desgracia con paciencia y reservarse para un futuro mejor.

Estamos hechos de tal modo que los deberes comunes de la amistad absorben buena parte de nuestra vida. Es razonable amar la virtud, estimar las buenas acciones, agradecer los favores recibidos y, con frecuencia, reducir nuestro propio bienestar para poder acrecentar el honor y provecho de aquellos a quienes amamos y merecen ser amados. Si, por tanto, los habitantes de un país encuentran entre ellos a uno de esos escasos hombres que les haya dado pruebas de una gran previsión para salvaguardarles, de un gran coraje para defenderles, de una gran prudencia para gobernarles y si, a la larga, se acostumbran a obedecerle y a confiar en él hasta el punto de otorgarle cierta supremacía, no sé si sería sensato quitarle de allá donde lo hacía bien para colocarle donde podría hacerlo mal. Parece, en efecto, natural ser atentos con quien nos ha hecho el bien y no temer que nos depare un mal.

Pero, por Dios, ¿qué es esto? ¿Cómo denominar a esta desgracia? ¿Cuál es este vicio, este vicio horrible, por el que un número infinito de hombres no sólo obedecen, sino que sirven, no sólo son gobernados, sino tiranizados, de forma que no les pertenecen ni sus bienes, ni sus parientes, ni sus hijos ni su vida misma? Se les ve sufrir las rapiñas, las arbitrariedades y las crueldades que les son infligidas, no por un ejército ni por una bárbara bandería frente a los que cada uno debería defender su sangre y su vida, ¡sino por un solo hombre! No un Hércules o un Sansón, sino un hombrecillo que frecuentemente es el más ruin y pusilánime de la nación, que nunca ha olido el polvo de las batallas ni apenas pisado la arena de los torneos. Un hombrecito que no sólo carece de actitudes para dirigir a los hombres, sino incluso para satisfacer a cualquier pequeña mujer.

¿Daremos nombre a esta villanía? ¿Llamaremos viles y cobardes a estos hombres sometidos? Si fuesen dos, tres o cuatro quienes cediesen ante un solo hombre, resultaría raro, pero no obstante posible; quizá se podría decir con razón: les falta corazón. Pero si se trata de cien o de mil que sufren la opresión de uno, ¿se dirá que no se atreven a atacarle o que no quieren? ¿Será cobardía o desprecio y desdén?

¿Y cómo calificar el estado de cosas en el que no cien ni mil hombres, sino cien países, mil ciudades o un millón de hombres renuncian a asaltar a aquel que les trata como siervos y esclavos? ¿Es cobardía? Pero todos los vicios tienen límites que no pueden sobrepasar. Dos hombres, incluso diez, pueden temer a uno; pero que mil o un millón de hombres, o mil ciudades, no se defiendan contra un solo hombre, eso no es cobardía, pues ésta no llega hasta tal punto, de la misma forma que el coraje no exige que un solo hombre escale una fortaleza, ataque a un ejército o conquiste un reino. ¿Qué vicio monstruoso es, pues, éste, que ni siquiera merece el título de cobardía, que no encuentra nombre lo bastante sucio y al que la naturaleza condena y al que la lengua no quiere nombrar?...

Póngase frente a frente a cincuenta mil hombres armados; lánceseles a la batalla y que choquen en pelea. Los unos, libres, combaten por su libertad, los otros combaten para arrebatársela. ¿Para quién será la victoria? ¿Quiénes acudiran al combate con más coraje, los que esperan tener como recompensa el mantenimiento de su propia libertad o los que, como salario por los golpes que dan y reciben, no esperan recibir más recompensa que la servidumbre de otro?
Los primeros tienen siempre ante sus ojos la felicidad de su vida pasada y la espera de un bienestar similar en el futuro. Piensan menos en lo que deben soportar durante la batalla que en lo que, vencidos, tendrían que soportar ellos, sus hijos y todos sus descendientes.

A los segundos, por el contrario, apenas les azuza un poco de codicia, que se atenúa repentinamente al hacer frente al peligro y cuyo ardor se extingue ante la sangre de la primera herida.

En las tan renombradas batallas de Milciades, Leónidas o Temístocles, que datan de hace dos mil años y que aún hoy viven frescas en la memoria de los libros y de los hombres, tal y como si hubiesen sido libradas ayer, en Grecia, por el bien de los griegos y del mundo entero, ¿qué dio a un número tan pequeño de griegos, no el poder, sino el coraje para soportar la fuerza de navíos en número tan grande que la propia mar se desbordaba, para vencer a naciones tan numerosas que ni siquiera todos los soldados griegos habrían sido suficientes para abastecer de capitanes a sus ejércitos enemigos? En esas jornadas gloriosas lo que estaba en juego no era tanto la batalla entre griegos y persas, sino la victoria de la libertad sobre la dominación, de la liberación sobre la codicia.

Son, en verdad, extraordinarios los relatos que se refieren a la valentía que la libertad pone en el corazón de quienes la defienden. Sin embargo, en todos los lugares y todos los días ocurre que un solo hombre oprime a cien mil y les priva de su libertad. ¿Quién podría creerlo si se lo contasen pero no lo viese con sus propios ojos? Si esto sólo ocurriese en países extraños y tierras lejanas, ¿quién no creería que tal relato era pura invención?

No obstante, a tal tirano único no es preciso combatirle ni abatirle. Se descompondría por sí mismo, a condición de que el país no consienta en servirle. No se trata de quitarle nada, sino de no darle nada. No sería necesario que el país haga nada por sí mismo, a condición de no hacer nada en su propia contra. Son pues los pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen maltratar, ya que para librarse de ello bastaría con que dejasen de servir. Es el pueblo quien se esclaviza y se degüella a sí mismo; quien, pudiendo escoger entre estar sometido o ser libre, rechaza la libertad y admite el yugo; quien consiente su propio mal, o, más bien, lo busca... Si recobrar su libertad le costase algo, yo no le urgiría a ello. Aunque lo primero que debiera tener en su corazón es recuperar sus derechos naturales y, por así decirlo, dejar de ser bestia para volver a ser hombre, no espero de él tanta audacia. Admito que prefiera la seguridad de vivir miserablemente que una dudosa esperanza de vivir a su manera.

Ahora bien, si para tener libertad basta con desearla y con un simple quererla, ¿habrá una nación en el mundo que crea que la paga demasiado cara si la adquiere con un simple deseo? ¿Quién lamentaría tener la voluntad de recobrar un bien que se debería rescatar incluso pagando sangre por ello, un bien cuya pérdida hace que para todo hombre de honor la vida sea amarga y la muerte un beneficio?

Es cierto que, al igual que el fuego de una pequeña chispa crece y se refuerza, haciéndose más devorador cuanta más madera encuentra para quemar, pero al final se consume y termina extinguiéndose por sí mismo en cuenta deja de ser alimentado, también los tiranos cuanto más roban, más exigen, y cuanto más arruinan y destruyen, más obtienen y más servidumbre obtienen. Se hacen tanto más fuertes, tanto más descarados y dispuestos a asolar y destruir todo. Pero si no se les da nada, si no se les obedece, aunque no se les combata ni golpee, quedan desnudos y derrotados. Ya nada son, como la rama se seca y muere cuando su raíz queda sin jugo y alimento.

Para adquirir el bien al que aspira, el hombre audaz no teme ningún peligro y el hombre prudente no se desanima ante ninguna fatiga. Los cobardes y aletargados son los únicos que no saben ni aguantar el mal ni recobrar el bien que ellos se limitan a codiciar. La energía para pretender tal bien les es arrebatada por su propia cobardía y sólo les queda el deseo natural de poseerle. Este deseo, esa voluntad común a los sabios y a los imprudentes, a los valerosos y a los cobardes, les hace desear todas las cosas cuya posesión les haría más felices y contentos. Sólo hay una cosa para la que los hombres, ignoro el motivo, no tienen la fuerza necesaria para desearla: ¡la libertad, bien tan grande y dulce! Una vez perdida la libertad, todos los males llegan uno tras otro, y sin ella todos los demás bienes, corrompidos por la servidumbre, pierden todo su gusto y sabor.

Parece que los hombres sólo desdeñan la libertad porque, si la deseasen, la tendrían; da la impresión de que rehúsan alcanzar tan preciosa adquisición por ser demasiado fácil de conseguir.

¡Pobres gentes miserables, pueblos insensatos, naciones que os acomodáis a vuestro mal y os cegáis ante vuestro bien! Os dejáis arrebatar ante vuestros ojos lo más bello y luminoso de vuestras rentas, dejáis que saqueen vuestros campos y que roben y despojen vuestras casas de los viejos muebles legados por vuestros antepasados. Tal y cómo vivís, ya no tenéis nada vuestro. Parece que seríais felices si sólo quedase a vuestra disposición la mitad de vuestros bienes, de vuestras familias, de vuestras vidas. Y tales estragos, tales desgracias y tal ruina no os llegan de mano de los enemigos, sino del enemigo, de aquel al que vosotros habéis convertido en lo que es, aquel para el que marcháis valerosamente hacia la guerra y por cuya grandeza no rechazáis echaros en brazos de la muerte. Y, sin embargo, ese amo sólo tiene dos ojos, dos manos, un cuerpo, nada que no tenga el último de los habitantes de nuestras ciudades. Él sólo tiene de más aquello que vosotros le dais para que os destruya. ¿De dónde saca todos esos ojos que os espían, sino de vosotros mismos? ¿Cómo tendría todas esas manos que os golpean, sino os las tomase en préstamo? Los pies con que pisotea vuestras ciudades, ¿no son vuestros? ¿Qué poder tiene sobre vosotros, salvo a vosotros mismos? ¿Cómo se atrevería a agrediros si no fuese porque lo hace de acuerdo con vosotros? ¿Qué mal podría haceros si no fueseis los encubridores del ladrón que os roba, los cómplices del asesino que os mata, los traidores de vosotros mismos?

Sembráis vuestros campos para que él los devaste, amuebláis y acondicionáis vuestra casa para proveer su pillaje, educáis a vuestras hijas para entregarlas a su lujuria, alimentáis a vuestros hijos para que, en el mejor de los casos, les convierta en soldados, para que los lleve a la guerra y a la masacre, para que los haga ministros de sus codicias y ejecutores de sus venganzas.

Os acostumbráis a la pena para que él pueda regalarse todas sus delicias y repantigarse en sus sucios placeres. Os debilitáis para que él sea más fuerte y pueda teneros agarrados por la brida con mayor rudeza. Tantas y tantas indignidades que las propias bestias se negarían a soportar si las sintiesen, y de las que podríais liberaros si intentaseis, no ya lograr vuestra liberación, sino solamente quererla.
Tomad la resolución de no servir y seréis libres. No os pido que le empujéis y le hagáis tambalear, sino sólo que no le sostengáis. Entonces veríais como un gran coloso, al que se le ha roto su base, se derrumba por su propio peso y se destruye.
Los médicos, precisamente, aconsejan no intentar sanar las plagas incurables, y quizá yo haya cometido un error al querer exhortar de esta manera a un pueblo que parece haber perdido, desde hace mucho tiempo, todo conocimiento sobre su mal, lo que demuestra que su enfermedad es mortal. Busquemos pues comprender, si es posible, como esta obstinada voluntad de servidumbre se ha enraizado de forma tan profunda que podríamos creer que el propio amor a la libertad no es tan natural como pensamos.

Creo que está fuera de duda que si viviésemos con los derechos que poseemos según la naturaleza y siguiendo los preceptos que ella nos enseña, nos someteríamos de buen grado a nuestro padre y a nuestra madre, súbditos de la razón sin ser esclavos de nadie. Cada uno de nosotros reconoce, de manera natural, el impulso de obediencia hacia su padre y su madre.

En cuanto a saber si la razón nos es innata, tema muy debatido por las academias y discutido por todas las escuelas filosóficas, no creo equivocarme si digo que hay en nuestro alma un germen natural de razón, un germen que, desarrollado por los buenos consejos y los buenos ejemplos, puede desarrollarse de forma virtuosa, pero que también puede abortar, como frecuentemente ocurre, ahogado por los vicios sobrevenidos. Lo que es claro y evidente, de manera que nadie puede ignorarlo, es que la naturaleza, ministro de Dios, gobernante de los hombres, en cierto modo nos ha creado y vertido en el mismo molde, para mostrarnos que todos somos iguales o, mejor dicho, hermanos. Y si en la distribución que ha hecho de sus dones ha otorgado ciertas ventajas corporales o espirituales a algunos, no por ello ha querido colocarnos en este mundo como si nos encontrásemos en un campo de batalla, ni ha enviado aquí a los más fuertes o diestros para que actúen como bandoleros armados ocultos en un bosque para maltratar a los más débiles.

Más bien creemos que al repartir lotes más grandes a unos, más pequeños a otros, ha querido hacer nacer un afecto fraternal e impulsarnos a practicarlo, ya que unos disponen del poder de socorrer mientras que otros necesitan ser socorridos. Por lo tanto, ya que esa buena madre nos ha dado a todos la tierra por residencia; ya que nos ha alojado a todos en la misma casa; ya que nos ha formado siguiendo el mismo modelo para que cada uno pueda mirarse y reconocerse en el otro como en un espejo; ya que nos ha dado a todos el bello regalo de la voz y la palabra para que nos reencontremos y fraternicemos, y para que se produzca, a través de la comunicación y el intercambio de nuestros pensamientos, la comunicación de nuestras voluntades; ya que ha buscado por todos los medios hacer y estrechar el nudo de nuestra alianza, de nuestra sociedad; ya que ha demostrado a través de todas las cosas que no sólo nos quería unidos sino que fuésemos como un sólo ser... ¿cómo dudar entonces de que somos libres por naturaleza, ya que somos todos iguales? Nadie puede pensar que la naturaleza haya colocado a nadie en situación de servidumbre, pues nos ha puesto a todos en compañía.

A decir verdad, es muy inútil preguntarse si la libertad es natural, ya que a nadie puede mantenérsele en servidumbre sin dañarle: nada hay en el mundo más contrario a la naturaleza, completamente razonable, que la injusticia. La libertad es, por tanto, natural. Por ello, en mi opinión, no sólo hemos nacido con la libertad, sino también con la pasión de defenderla.

Y si por casualidad aún encontramos a quienes dudan de ello, embrutecidos hasta el punto de no reconocer sus dones ni sus pasiones originales, será preciso que les rinda los honores que se merecen y eleve, por así decirlo, a los animales hasta la tarima de la cátedra, para enseñarles su naturaleza y condición. Los animales, Dios me ayude, gritan "Viva la libertad" a los hombres, si quieres escucharles. Varias de estas bestias mueren rápidamente una vez que son capturadas. Como el pez que pierde la vida fuera del agua, se dejan morir para no seguir viviendo una vez perdida su libertad natural. Si entre los animales hubiera jerarquías, de tal libertad harían su nobleza. Otras bestias, grandes o pequeñas, al ser capturadas muestran tan grande resistencia, con sus garras, cuernos, picos y patas, que demuestran claramente el precio que asignan a aquello que pierden.

Una vez capturadas, dan tantos evidentes signos de que conocen su desgracia que resulta bello verles languidecer más que vivir, gemir por su felicidad perdida más que disfrutar en servidumbre. Cuando el elefante, ya a punto de ser capturado y sin esperanza tras haberse defendido hasta el último aliento, clava sus mandíbulas y rompe sus dientes contra los árboles, ¿no quiere acaso decir así que su gran deseo de permanecer libre le ha dotado del espíritu y la astucia del mercader frente a los cazadores, a los que trata de comprar pagando con sus propios dientes y su marfil como precio de su libertad?

Al caballo le acariciamos desde su nacimiento para acostumbrarle a servir. Pero nuestras caricias no impiden que cuando se le quiere domar muerda su freno y cocee al sufrir la espuela. Creo que de esa forma quiere dar testimonio de que, si sirve, no lo hace de buen grado, sino forzado. ¿Qué decir entonces?

"Hasta los bueyes gimen bajo el yugo, y los pájaros se quejan en la jaula", he dicho ya en verso en otra ocasión.

Así pues, ya que todo ser provisto de sentimientos siente la desgracia de la opresión y corre hacia la libertad; ya que las bestias, incluso aquellas destinadas al servicio del hombre, sólo se someten tras protestar y expresar un deseo contrario, ¿qué desgracia puede haber desnaturalizado al hombre -único ser que verdaderamente ha nacido para ser libre- hasta el punto de hacerle perder el recuerdo de su primer estado y el deseo de recuperarlo?

Hay tres tipos de tiranos.

Unos, reinan por elección del pueblo, otros por la fuerza de las armas, y los del tercer tipo reinan por sucesión de casta.

Aquellos que han adquirido el poder por el derecho de guerra, a ello ajustan su comportamiento, sabiéndolo y proclamándolo como en país conquistado.
Aquellos que nacen reyes no son, en general, mucho mejores. Nacidos y alimentados en el seno de la tiranía, desde su lactancia maman todo aquello que es propio del tirano y ven a los pueblos que les están sometidos como si fuesen sus siervos hereditarios. Según su tendencia dominante -avaros o pródigos-, usan del reino como de su herencia.

En cuanto a aquel que ha recibido su poder del pueblo, parece que debería ser más soportable; y creo que lo sería si una vez alzado por encima de todos los demás, animado por eso que suele denominarse como "grandeza", aunque yo no sé bien qué es, tomase la decisión de no cambiar por ello. Pero, casi siempre, el que a tal situación llega considera que debe transmitir el poder a sus hijos. Y una vez que han adoptado tal opinión, sorprende ver cómo superan en vicios y crueldades a todos los demás tiranos. No encuentran mejor medio de asegurar su nueva tiranía que el reforzamiento de la servidumbre, arrancando las ideas de libertad del espíritu de sus súbditos con tanta eficacia que, por reciente que sea el recuerdo de ellas, queden pronto borradas de su memoria. A decir verdad, entre estos tiranos veo algunas diferencias, pero ninguna cualitativa, pues, aunque llegan al trono por medios diversos, su manera de gobernar es siempre más o menos la misma. Los que son elegidos por el pueblo, le tratan como toro a domar; los conquistadores, como si fuese su presa; y los que llegan al trono por sucesión, como a rebaño de esclavos que les pertenece por naturaleza.

Yo haría esta pregunta: si por azar naciesen hoy en día algunas personas totalmente nuevas, que no estén acostumbradas a la sumisión ni hayan conocido el dulce sabor de la libertad, ignorando incluso el nombre de una y otra condición, ¿qué elegirían si se les propusiese escoger entre estar sometidos o vivir libres? Sin ninguna duda, preferirían obedecer solamente a la razón en vez de servir a un hombre, a menos que sean como aquellas gentes de Israel que, sin estar sometidas a necesidad o imposición, se dieron un tirano. Nunca leo su historia sin experimentar un despecho tan profundo que casi me lleva al borde de sentirme inhumano y alegrarme de todos los males que les ocurrieron. Pues para que los hombres, en tanto que son hombres, se dejen someter es preciso que sean obligados a ello o que sean engañados. Obligados por los ejércitos extranjeros, como lo fueron Esparta y Atenas por los ejércitos de Alejandro, o engañados por tal o cual facción, como lo fue el gobierno de Atenas, caído antes en manos de Pisistrato.

Con frecuencia, los hombres pierden su libertad por ser engañados, pero engañados por sí mismos con más frecuencia que seducidos por otro. Así, el pueblo de Siracusa, capital de Sicilia, presionado por las guerras y tomando en cuenta solamente el peligro inmediato, eligió a Dionisio I y le dio el mando de su ejército, sin darse cuenta de que le había hecho tan poderoso que cuando este malvado retornó, triunfal como si hubiera vencido a sus conciudadanos más que a sus enemigos, se proclamó primero general, luego rey y finalmente rey tirano. Resulta increíble ver como el pueblo, una vez que se encuentra sometido, cae frecuentemente en un olvido tan profundo de su libertad que le resulta imposible despertar para reconquistarla. Sirve tan bien y tan voluntariamente que se diría que no sólo ha perdido su libertad sino que ha ganado su servidumbre.

Es verdad que al comienzo sirve forzado a ello y vencido por la fuerza. Pero los sucesores sirven sin lamentarlo y hacen de buen grado lo que sus antecesores habían hecho bajo coacción. Los hombres nacidos bajo el yugo, y por tanto alimentados y educados en la servidumbre sin ningún otro horizonte, se contentan con vivir tal y cómo han nacido y no piensan en tener más bienes o derechos que aquellos con los que se han encontrado. Consideran que la condición en que han nacido es su condición por naturaleza.

Sin embargo, no hay heredero, por pródigo o indolente que sea, que no dirija en algún momento su mirada sobre los archivos de su padre para ver si dispone de todos los derechos de sucesión y comprobar que nada se ha hecho en contra suya o de su predecesor. Pero la costumbre, que ejerce en todos los ámbitos tan gran poder sobre nosotros, tiene, ante todo, el poder de enseñarnos a servir y, como se dice de Mitriades, que terminó por acostumbrarse al veneno, el poder de enseñarnos a tragar el veneno de la servidumbre sin encontrarlo amargo. No cabe duda de que la naturaleza nos dirige hacia donde ella quiere, tanto si nos ha favorecido como si nos ha desfavorecido, pero hay que confesar que tiene menos poder sobre nosotros que la costumbre. Por bueno que sea nuestro natural, se pierde si no es alimentado, y la costumbre nos modela siempre a su manera, pese a la naturaleza. Las semillas de bien que la naturaleza pone en nosotros son tan pequeñas y frágiles que no pueden resistir el más mínimo choque con una costumbre de signo contrario. A tales semillas les resulta mucho más difícil alimentarse que envilecerse y degenerar, como esos árboles frutales que conservan los caracteres de su especie si se les deja crecer, pero que, según el injerto que se les haga, los pierden y dan frutos diferentes a los que les son propios.

También las hierbas tienen cada una de ellas sus propias propiedades, su natural, su singularidad; sin embargo, su tiempo de vida, las intemperies, el sol o la mano del jardinero aumentan o disminuyen en gran medida sus virtudes. La planta vista en un país resulta con frecuencia irreconocible en otro.

Aquel que viese a los venecianos, un puñado de gentes viviendo tan libremente que ni siquiera el más miserable de ellos querría ser rey, nacidos y educados de manera que no conocen más ambición que la de conservar su libertad, educados y formados desde la cuna de tal forma que no cambiarían una brizna de su libertad a cambio de todas las demás felicidades de la tierra; aquel, digo, que viese a esas personas y después se fuese al dominio de algún "gran señor", en el que encontrase personas que sólo han nacido para servir a éste y que para mantenerle abandonan su propia vida, ¿pensaría que estos dos pueblos tienen la misma naturaleza? ¿No creería más bien que ha salido de una ciudad humana para entrar en un zoológico?

Se cuenta que Licurgo, el legislador de Esparta, había criado a dos perros, hermanos y alimentados con la misma leche. Uno de ellos estaba siempre en la cocina, mientras que el otro solía correr por los campos al son de la trompa y el cuerno. Queriendo demostrar a los lacedemonios que los hombres son tales como la cultura los ha hecho, exhibió a ambos perros públicamente y puso entre ellos una sopa y una liebre. Uno, corrió hacia el plato, el otro hacia la liebre. Y sin embargo, dijo, ¡son hermanos!

Licurgo, con sus leyes y su arte político, educó y formó tan adecuadamente a los lacedemonios que cada uno de ellos prefería sufrir mil muertes antes que someterse a más amo que la ley y la razón.

Me place recordar ahora una anécdota referida a uno de los favoritos de Jerjes, gran rey de Persia, y a dos espartanos. Cuando Jerjes preparaba su guerra para la conquista de toda Grecia, envío embajadores a varias ciudades del país para pedirles agua y tierra, que era la manera utilizada por los persas para reclamar la rendición de las ciudades. Pero se guardó mucho de enviarles a Esparta o a Atenas, pues antes lo había hecho su padre Darío y los espartanos y atenienses habían arrojado a algunos de sus enviados a los fosos y a los restantes a los pozos, diciéndoles "Ahí están, tomad agua y tierra y llevadlas a vuestro príncipe".
Estas gentes no podían sufrir que se atentase contra su libertad, ni siquiera a través de la menor de las palabras. Los espartanos reconocieron que al actuar así habían ofendido a los dioses, sobre todo a Taltibio, dios de los mensajeros. Para apaciguarles decidieron enviar a Jerjes dos de sus conciudadanos para que dispusiese de ellos como quisiera y pudiese vengar así el asesinato de los embajadores de su padre.

Dos espartanos, Espertias y Bulis, se ofrecieron voluntariamente como víctimas y partieron. Una vez llegados al palacio de un persa llamado Hidarnos, delegado del rey para todas las ciudades costeras de Asia, éste les acogió con muchos honores, les dedicó grandes atenciones y, poco a poco, les preguntó por qué motivo rechazaban tan tajantemente la amistad del rey, diciéndoles: "Espartanos, por mi ejemplo podéis ver como el Rey sabe honrar a quienes lo merecen. Si estuvieseis a su servicio y os hubiese conocido, seríais gobernadores de alguna ciudad griega". Los lacedemonios respondieron: "En esto no puedes darnos buen consejo, ya que, si bien has probado la felicidad que nos prometes, tú desconoces completamente aquella de la que nosotros disfrutamos. Has experimentado el favor del rey, pero no conoces el delicioso gusto de la libertad. Si la hubieras probado, nos aconsejarías defenderla, no sólo con la lanza y el escudo, sino también con uñas y dientes". La verdad sólo estaba en boca de los espartanos, pero cada cual estaba hablando según la educación recibida. Al persa le era tan imposible añorar la libertad, que nunca había disfrutado, como a los lacedemonios, que la habían saboreado, aceptar la esclavitud.

Catón de Utica, aún niño y bajo el tutelaje de su maestro, visitaba con frecuencia al dictador Sila, a cuya casa tenía acceso a causa del rango de su familia y de sus vínculos de parentesco. En estas visitas iba siempre acompañado por su preceptor, siguiendo la costumbre romana para los hijos de los nobles. Un día observó que en la propia residencia de Sila, en su presencia o por orden suya, se hacía prisioneros a los unos, se condenaba a los otros, se desterraba a éste o se estrangulaba a aquel. Uno pedía la confiscación de los bienes de un ciudadano, otro pedía su cabeza. En resumen, lo que allí ocurría no era propio de la casa de un magistrado de la ciudad, sino de la de un tirano sobre el pueblo. No era el santuario de la justicia sino la caverna de la tiranía.

Ese joven muchacho dijo a su preceptor: "¿Por qué no me dais un puñal? Lo ocultaría bajo mi ropa. Con frecuencia entro en la habitación de Sila antes de que se haya levantado. Mi brazo es lo suficientemente fuerte para liberar de él a la ciudad". Esa es, en verdad, la palabra de un Catón. Tal inicio de una vida era digno de lo que fue su muerte. Callad el nombre y el país, contad solamente el hecho tal y como ocurrió, que hablará por sí mismo. Se dirá de inmediato: "Ese niño era romano, nacido en Roma cuando era libre".

¿Por qué digo esto? No es mi intención decir que el país y el suelo lo decidan todo, ya que en cualquier lugar la esclavitud resulta amarga a los hombres y la libertad les es querida. Pero me parece que se debe sentir piedad hacia aquellos que ya al nacer se encuentran sometidos bajo el yugo, y que se les debe perdonar si, no habiendo visto nunca ni una sombra de la libertad ni habiendo oído hablar de ella, no sienten la desgracia de ser esclavos.

En aquellos países en los que, como atribuía Homero al país de los cimerios, el Sol se manifiesta de forma muy diferente que a nosotros, ya que en ellos tras seis meses consecutivos de claridad vienen otros seis meses de oscuridad, ¿sería de extrañar que quienes nacen durante el largo periodo nocturno y nunca han oído hablar de la claridad ni visto el día se acostumbren a las tinieblas en las que han nacido y no deseen la luz?

No se siente la pérdida de aquello que nunca se ha tenido. La tristeza llega siempre después del placer, y al conocimiento de la desgracia se suma el recuerdo de alguna alegría pasada. La naturaleza del hombre es ser libre y querer ser libre, pero fácilmente se acomoda a otra condición cuando la educación le prepara para ello.

Digamos pues que si todas las cosas le parecen naturales al hombre que se ha acostumbrado a ellas, sólo persevera en su naturaleza aquel que sólo desea las cosas simples e inalteradas. Así que la primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre. Eso mismo les ocurre a los más briosos caballos, que primero muerden el freno y después se entretienen jugueteando con él; antes respingaban ante la silla de montar, pero ahora ellos mismos facilitan que les pongan los arneses y se pavonean orgullosos bajo la barda.

Dicen algunos que ellos siempre han estado sometidos, que sus padres también han vivido así. Piensan que están hechos para soportar el mal y se persuaden de ello por medio de ejemplos, consolidando ellos mismos, con el paso del tiempo, la posesión de aquellos que les tiranizan.

Pero el paso de los años no otorga el derecho a actuar mal. Por el contrario, acrecenta la injuria. En verdad, hay algunos que, mejor nacidos que otros, sienten el peso del yugo y no pueden evitar intentar sacudírselo, ni se adaptan nunca al sometimiento, y que, al igual que Ulises buscaba por tierra y mar volver a ver el humo de su casa, no han olvidado sus derechos naturales, sus orígenes, su estado primero, y aprovechan cualquier ocasión para reivindicarlos. Dado que tienen el entendimiento limpio y el espíritu clarividente, ellos no se contentan, como los ignorantes, en ver lo que está bajo sus pies sin mirar hacia atrás ni hacia adelante. Rememoran las cosas pasadas para juzgar el presente y prever el porvenir. Disponiendo de una cabeza bien colocada, la han afinado aún más con el estudio y el saber. Son aquellos que, incluso cuando la libertad estuviese perdida enteramente y prohibida en este mundo, la imaginan y la sienten en su espíritu, y la saborean. La servidumbre les desagrada, por muy ridículamente que se la disfrace.

El gran Turco [Solimán] ha comprendido bien que los libros y el pensamiento, más que cualquier otra cosa, dan a los hombres sentimiento de su dignidad y odio a la tiranía. Comprendo que en su país no hay casi sabios ni demanda de ellos. El celo y la pasión de aquellos que, pese a las circunstancias, se han mantenidos devotos a la libertad queda habitualmente incapacitados de provocar efectos, sea cual sea su número, porque no pueden hacerse oír. Los tiranos les arrebatan toda libertad de acción, de expresión e incluso de pensamiento, por lo que quedan aislados en sus sueños.

Momo (dios de la mitología griega) no bromeaba demasiado cuando decía que había que rehacer al hombre forjado por Hefesto, ya que carecía de puertas en sus pechos a través de las que poder ver sus pensamientos.

Se dice que Bruto y Casio, cuando se propusieron liberar Roma (es decir, el mundo entero) no quisieron que Cicerón, el gran vigilante del bien público, estuviese al tanto de la operación, juzgando que su corazón era demasiado débil para un hecho tan elevado. Creían en su voluntad, pero no en su coraje. Quien quiera recordar los tiempos pasados y repasar los viejos anales se convencerá de que casi todos aquellos que, viendo a su país maltratado y en malas manos, se forjaron el propósito de liberarlo con una buena, recta y decidida intención, consiguieron fácilmente su objetivo: para poder manifestarse ella misma, la libertad vino siempre en su ayuda. Harmodio, Aristogitón, Trasibulo, Bruto el Viejo, Valerio y Dión, que concibieron un proyecto tan virtuoso, lo llevaron a cabo con éxito. En tales casos, un firme deseo garantiza casi siempre el triunfo.

Bruto el Joven y Casio lograron quebrar la servidumbre; sólo perecieron cuando intentaron restablecer la libertad, no de una forma miserable, pues nadie osaría encontrar nada miserable en su vida o en su muerte, pero sí de forma muy lamentable, para la perpetua desgracia y la completa ruina de la república, la que, a mi entender, fue enterrada con ellos. Los intentos posteriores contra los emperadores romanos sólo fueron conjuras de ambiciosos cuyo fracaso y mal final no deben ser lamentados, ya que no deseaban derrocar el trono sino sólo sacudir la corona con el objetivo de echar al tirano para mantener la tiranía. Me habría enojado que estos últimos hubieran triunfado y me alegra que, con su ejemplo, hayan demostrado que no debe abusarse del santo nombre de la libertad para llevar a cabo una mala acción.

Pero volveré a mi tema, que casi había olvidado. La primera razón por la que los hombres sirven voluntariamente es que nacen siervos y son educados como siervos. De esa razón se deriva otra: bajo los tiranos, las personas se hacen rápidamente cobardes y pusilánimes. Agradezco al gran Hipócrates, padre de la medicina, haberlo resaltado tan claramente en su libro Las enfermedades. Era un hombre de buen corazón, y lo demostró cuando el rey de Persia quiso atraerle hacia él con grandes ofrendas y presentes. Hipócrates le respondió francamente, diciéndole que violaría su conciencia dedicarse a curar a los bárbaros que querían matar a los griegos y el servir con su arte a aquel que quería someter su país a la servidumbre. La carta que le escribió figura aún junto a sus otras obras, y siempre dará testimonio de su coraje y nobleza.

Con la libertad se pierde también la bravura. Las gentes sometidas carecen de ardor y de combatividad en la lucha, a la que van aturdidos y aletargados, asumiendo sin ganas una obligación. No bulle en su corazón ese ardor de la libertad que hace despreciar el peligro y anima a ganar, junto a los compañeros, el honor y la gloria, incluso al precio de una bella muerte. Entre los hombres libres, ocurre todo lo contrario, cada uno para todos y para sí mismo. Saben que todos recogerán partes igual del mal de la derrota o del bien de la victoria. Pero las personas sometidas, carentes de coraje y vivacidad, llevan bajeza y flojedad en el corazón, lo que les hace incapaces de cualquier gran acción. Los tiranos lo saben muy bien y hacen todo lo posible para apoltronarles aún más.

El historiador Jenofonte, uno de los más serios y estimados entre los griegos, escribió un pequeño libro en el que establecía un diálogo entre Simonides e Hierón, tirano de Siracusa, sobre las miserias del tirano. Este libro está lleno de buenas e importantes lecciones, expuestas con una gracia infinita. Quisiera Dios que todos los tiranos que han existido hubiesen tomado este libro como espejo. En él habrían reconocido sus taras y se habrían avergonzado de sus faltas. Este tratado habla de la pena que cae sobre los tiranos, ya que, al hacer mal a todos, a todos han de temer. Dice, entre otras cosas, que los malos reyes toman a su servicio mercenarios extranjeros, porque no se atreven a dar armas a sus súbditos, a los que han maltratado. En Francia, incluso, más en otros épocas que en ésta, algunos buenos reyes han tenido a sueldo tropas extranjeras, pero era más bien para salvaguardar a sus súbditos, sin reparar en gastos a la hora de proteger a los hombres.

Esa era también, creo yo, la opinión del gran Escipión el Africano, que prefería haber salvado la vida de un ciudadano que haber destruido a cien enemigos. Pero lo cierto es que el tirano sólo cree tener asegurado su poder si ha conseguido que sus súbditos sean hombres sin valor. Se le podría decir lo que, según Terencio, Trasón dijo al coronel de los elefantes: "¿haces tanto de bravo porque tienes mando sobre las bestias?".

Esa astucia de los tiranos para embrutecer a sus súbditos no ha sido nunca más evidente que en la conducta de Ciro hacia los lidios, una vez que ya se había apoderado de su capital y cautivado a Creso, ese tan rico rey. Le llegó la noticia de que los habitantes de Sardes se habían revelado. Pronto los redujo a la obediencia, pero no queriendo arrasar una ciudad tan bella ni verse obligado a mantener un ejército para dominarla, recurrió al admirable expediente de crear burdeles, tabernas y juegos públicos, publicando una ordenanza que obligaba a los ciudadanos a acudir a ellos. A partir de ese momento, ya no tuvo que usar la espada contra los lidios. Esos miserables se divertían inventando todo tipo de juegos, y lo hicieron tan bien que los latinos utilizaron el nombre de los lidios para formar la palabra con la que designaron lo que nosotros llamamos pasatiempos y ellos denominaron "Ludi" a partir de una deformación de la palabra "Lydi".
Cierto es que no todos los tiranos han manifestado de forma tan explícita su propósito de pusilanimizar a sus súbditos; pero lo que ese tirano ordenó formalmente, la mayor parte de los otros lo han hecho bajo cuerda. La tendencia natural del pueblo ignorante, que suele ser el más numeroso en las ciudades, es desconfiar de quien le ama y confiar en quien le engaña. No hay pájaro que más fácilmente acuda hacia el reclamo de caza ni pez que, atraído por el gusano, muerda antes el anzuelo que todos esos pueblos que se dejan seducir por la servidumbre al menor caramelo que se les deje probar. Parece cosa maravillosa que tan pronto cedan al menor cosquilleo. El teatro, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales extraños, las medallas, las pinturas y otras drogas de esa especie eran para los pueblos antiguos los incentivos de su servidumbre, el precio de su libertad arrebatada, las herramientas de la tiranía. Esos medios, esas prácticas, esas tentaciones, eran empleados por los antiguos tiranos para adormecer a sus súbditos bajo el jugo. Así, los pueblos embrutecidos, que encontraban bellos todos estos pasatiempos, entretenidos en un vano placer que les deslumbraba, se acostumbraban a servir con aún mayor torpeza que esos niños que sólo aprenden a leer con brillantes imágenes.

Los tiranos romanos sobrepasaban estos medios. Hacían que las decurias empinasen el codo con frecuencia, cebaban a esa canalla atraída por los placeres de la boca más que por cualquier otra cosa. Así, ni el más despierto entre ellos habría dejado su escudilla sopera para reencontrar la libertad de la República de Platón. Los tiranos distribuían con largueza el cuarto de trigo, el medio de vino, los sestercios, y entonces era habitual oír gritar "¡Viva el rey!". Semejantes zopencos no se daban cuenta de que apenas recobraban una parte de lo que era suyo, una parte que el tirano no podría haberles dado si antes no se la hubiese quitado. Uno echaba hoy el guante al sestercio, y aquel otro se cebaba en el banquete público bendiciendo a Tiberio y Nerón por su liberalidad, pero cuando llegado el día de mañana era obligado a ceder sus bienes ante la avidez, sus hijos ante la lujuria, su sangre incluso ante la crueldad de estos "magníficos" emperadores, entonces no decía ni palabra, como si una piedra fuese, y no reaccionaba más que pudiera hacerlo un tronco. El pueblo ignorante siempre ha sido así: para el placer que no puede obtenerse de forma honesta, siempre está dispuesto; pero se muestra insensible ante el daño y el dolor sufrido con honestidad.

Hoy en día no veo a nadie que, al oír hablar de Nerón, no tiemble ante el nombre de este vil monstruo, esa sucia peste. Sin embargo, hay que decir que tras la muerte, tan desagradable como su vida, de ese incendiario, de ese verdugo, de esa bestia salvaje, el famoso pueblo romano experimentó tanto disgusto, recordando sus juegos y festines, que llegó a rendirle duelo. Eso, al menos, es lo que escribe Tácito, excelente autor y uno de los historiadores más fiables. Y esto no resultará extraño si se toma en cuenta lo que ese mismo pueblo había hecho a la muerte de Julio César, que había secuestrado las leyes y la libertad romanas. Tengo entendido que de este personaje se alababa, ante todo, su "humanidad"; sin embargo, ella fue más funesta para su país que la mayor crueldad del tirano más salvaje que nunca haya vivido, pues, en verdad, esa venenosa dulzura edulcoró para el pueblo romano el brebaje de la servidumbre. Tras su muerte, ese pueblo, que aún sentía en su boca el sabor de los banquetes y recordaba sus prodigalidades, amontonó los bancos de la plaza pública para prender una gran hoguera en su honor; después, le alzó una columna como "padre del pueblo" (incripción que figuraba en su capitel) y rindió más honores a este muerto que los que debería haber hecho a un vivo, comenzando por aquellos que le habían matado.

Los emperadores romanos no se olvidaban de tomar el título de "Tribuno del pueblo", oficio tenido por santo y sagrado; creado para la defensa y protección del pueblo, gozaba de alto prestigio en el Estado. Se aseguraban así de que el pueblo se fiase más de ellos, como si bastante con escuchar ese nombre y pudiese prescindirse de sentir sus efectos. Pero no se comportan mejor los que hoy, antes de cometer los peores crímenes, los preceden siempre de algunos bonitos discursos sobre el bien público y el alivio de los desgraciados. Son bien conocidas las fórmulas de las que hacen uso con tanta finura; ¿pero puede hablar de sutileza allá donde hay tanta impudicia?

Los reyes de Asiria, y más tarde los reyes medos, aparecían en público lo más raramente posible, para que el pueblo supusiese que tenían algo de sobrehumano y para dejar soñar a aquellos que fantasean sobre aquello que no pueden ver. Así, muchas naciones que estuvieron largo tiempo sometidas al imperio de estos misterios reyes se acostumbraron a servirles, y lo hacían aún más voluntariamente por ignorar quien era su amo o incluso por desconocer si tenían amo. De modo que vivían atemorizados por un ser al que nunca habían visto.

Los primeros reyes de Egipto casi nunca se mostraban sin llevar sobre su cabeza una rama o un fuego. Se enmascaraban y se portaban como titiriteros, inspirando con tales extrañas formas el respeto y la admiración de sus súbditos, que más bien habrían debido mofarse y reírse de ellos si no hubieran sido tan estúpidos o estado tan sometidos. Es verdaderamente lamentable descubrir todo lo que hacían los tiranos de tiempos pasados para fundamentar su tiranía, y ver que para ello les bastaban medios muy pequeños, ya que siempre encontraban a la población tan bien dispuesta hacia ellos que para pescarla les bastaba echar la red. Tanto más se mofaban de ella, tanto más fácil les resultaba engañarla y tanto mejor eran servidos.

¿Qué decir de otro de los camelos creídos a pies juntillas por los pueblos antiguos? Creyeron firmemente que uno de los dedos del pie de Pirro, rey de Epiro, hacia milagros y curaba a los enfermos del bazo. Adornaron este cuento diciendo que, cuando el cadáver de ese rey fue incinerado, ese dedo fue encontrado intacto entre las cenizas, inmune al fuego. El propio pueblo ha creado siempre los engaños, a los que añadía una estúpida fe. Muchos autores han informado de tales engaños. Puede verse fácilmente que los han recogido entre los chismes de los pueblos y las fábulas de los ignorantes.

Pongamos como ejemplo las maravillas atribuidas a Vespasiano, a su vuelta de Asiria con destino a Roma, pasando por Alejandría: devolvía el andar a los cojos y la vista a los ciegos, y miles de cosas similares que, a mi entender, sólo podrían ser creídas por aquellos que fuesen más ciegos que aquellos a los que Vespasiano sanaba.

Hasta los mismos tiranos se extrañaban de que los hombre soportasen que otro les maltratase, por lo que con gusto se cubrían con el manto de la religión y se disfrazaban con los oropeles de la divinidad para garantizar su malvada vida. Así, Salmoneo, por haberse mofado del pueblo intentando hacerse pasar por Júpiter, terminó finalmente en el fondo del infierno, según los versos de Virgilio, que allí le habría visto:

"Allí vi a los dos hijos de Aloeis, enormes gigantes, que intentaron quebrantar con sus manos el inmenso cielo y expulsar a Júpiter de su excelso trono; vi también a Salmoneo, padeciendo horribles castigos por haber querido imitar los rayos de Júpiter y los truenos del Olimpo. Tirado por un carro de cuatro caballos y blandiendo teas, iba ufano por los pueblos de Grecia y cruzaba su ciudad de Elix, reclamando para sí los honores debidos a los dioses. ¡Insensato, que creía simular con el bronce batido por los cascos de sus caballos el crujido de las tempestades y del inimitable rayo!, pero Júpiter, sin teas ni humeantes llamas, le disparó entre densas nubes un dardo de fuego y le precipitó en el profundo abismo" (La Eneida).

Si así fue tratado allá abajo quien sólo hizo el idiota, creo que aquellos que han abusado de la religión para hacer el mal serán allí alistados bajo mejor enseña.
Nuestros tiranos también han sembrado en Francia todo tipo de cosas del mismo género: sapos en los blasones, flores de lis, la Santa Ampolla y la oriflama. Cosas que, por mi parte y por más que así lo sea, no quiero creer que sólo sean desatinos, ya que nuestros ancestros en ellos creyeron y en nuestro tiempo no hemos tenido ocasión de sospechar que tal cosa sean. Pues hemos tenido algunos reyes tan buenos en la paz y tan valientes en la guerra que, aunque hayan nacido reyes, parece que la naturaleza no les haya hecho como a los demás y que el dios todopoderoso les haya escogido antes de su nacimiento para confiarles el gobierno y la protección de este reino. Y aun cuando esto no fuese así, no querría entrar en liza para debatir la verdad de nuestras historias ni espulgarlas libremente, evitando así el secuestro de tan bello tema en el que podrá empeñarse nuestra poesía francesa, esa poesía que no sólo ha sido embellecida sino que, por así decir, ha sido creada de nuevo por Ronsard, Baïf et Bellay, quienes hacen progresar tanto nuestra lengua que me atrevo a esperar que pronto nada tendremos que envidiar a griegos o latinos, salvo el derecho de progenitura.

En verdad, yo haría gran daño a nuestra rima (uso intencionadamente ese término, que me agrada, pues, aunque muchos la hayan convertido en mera mecánica, otros hay capaces de darle nobleza y devolverle su original lustre). Le haría, sí, gran daño robándole los bonitos cuentos sobre el rey Clovis, en los que se anima con tanto ingenio y conveniencia el verbo de nuestro Ronsard, en su Francíada. Conozco la capacidad, el fino espíritu y la gracia de ese hombre, que hará de la oriflama su tema, como hacían los romanos con sus vestales y con esos "escudos caídos del cielo" de los que habla Virgilio. De nuestra Santa Ampolla sacará tan buen partido como los atenienses sacaron de la cesta de Eresictón. Habla de nuestros escudos de armas tan bien como ellos hablaron de su olivo, cuya existencia aún presumen en la torre de Minerva. Sí, sería temerario pretender desmentir a nuestros libros invadiendo el terreno de nuestros poetas. Pero para volver a mi tema, del que me he alejado sin darme cuenta, ¿no está claro que los tiranos, para afirmar su poder, se han esforzado en acostumbrar al pueblo, no sólo a la obediencia y a la servidumbre, sino también a prestarles devoción? Todo lo que yo he dicho hasta aquí sobre los medios empleados por los tiranos para imponer la servidumbre sólo es ejercido sobre la gente ignorante.

Llego así a un punto que es, a mi entender, el resorte y el secreto de la dominación, el sostén y fundamento de toda tiranía. Se equivocaría mucho quien pensase que las alabardas, los guardas y los vigilantes son protección suficiente para los tiranos. De ellos se sirven, más bien, como forma y como espantajo, pero sin confiarse a su mera protección. Los arqueros pueden impedir el acceso al palacio de los incapaces sin medios para hacer daño, pero no a personas audaces y bien armadas. El número de emperadores romanos que escaparon del peligro gracias a sus arqueros es menor al de aquellos emperadores que murieron a manos de sus propios arqueros. Quienes defienden a un tirano no son los hombres de caballería o infantería, ni las armas, sino cuatro o cinco hombres que le sostienen y someten ante él a todo el país. Puede ser difícil de creer, pero es la exacta verdad. Siempre ha sido así: cinco o seis hombres a los que el tirano escucha, llegados hasta él por su propia voluntad o porque él los ha llamado, para ser los cómplices de sus crueldades, los compañeros de sus placeres, los rufianes de sus voluptuosidades y los beneficiarios de sus rapiñas.

Esa media docena de hombres moldean tan bien a su jefe que la maldad de éste hacia la sociedad ya no es sólo la suya propia, sino también la de los suyos. Esos seis hombres tienen debajo a seiscientos, a los que corrompen al igual que corrompieron al tirano. Y de esos seiscientos dependen seis mil, a los que promueven, otorgándoles el gobierno de las provincias o el manejo de los dineros para tenerles atrapados por su codicia o su crueldad, de manera que las ejerzan por delegación y hagan tanto mal que no puedan quedar en la sombra y que sólo gracias a su protección puedan escapar a las leyes y al castigo.

Grande es también el número de los que siguen a éstos. Quien quiera devanar el ovillo verá que no son seis mil, sino cien mil o incluso millones, quienes sostienen al tirano por medio de esta ininterrumpida cadena que les ata y liga a él, como Horacio pone en boca de Jupíter, que se jacta de que, tirando de una cadena semejante, arrastraría todos los dioses. De ahí procede el incremento del poder del Senado bajo Julio César, el establecimiento de nuevas funciones y la institución de nuevos cargos, no para reorganizar la justicia sino para dar nuevos apoyos a la tiranía.

En resumen, los beneficios y favores recibidos del tirano hacen que se llegué a un punto en el que hay casi tantas personas a las que la tiranía beneficia como personas a las que placería la libertad.

Según los médicos, desde que se manifiesta un tumor en algún lugar de nuestro cuerpo, aunque nada parezca haber cambiado en éste, todos los humores se dirigen hacia esa parte carcomida. Igualmente, una vez que un rey se declara tirano, todo lo malo del reino, todas sus heces, y no me refiero con ello a unos cuantos pícaros y bribones que no pueden causar bien ni mal a un país, sino a aquellos que están poseídos por una ardiente ambición y una notable codicia, se agrupa en torno a dicho rey y le sostiene para tener parte en el botín y para ser, bajo el gran tirano, otros tantos pequeños tiranos.

Así son los grandes ladrones y los famosos corsarios. Unos recorren el país, otros persiguen a los viajeros. Unos preparan emboscadas, otros están al acecho. Unos masacran, otros despojan, y aunque entre ellos haya jerarquías, siendo unos criados y otros jefes en la banda, al fin y al cabo todos ellos se aprovechan del botín, bien del principal, bien de sus migajas.

Se dijo que los piratas sicilianos se unieron en tan gran número que fue preciso enviar contra ellos al gran Pompeyo, y que atrajeron a su alianza a varias bellas y grandes ciudades, en cuyas abras, al volver de sus correrías, se refugiaban, entregando a cambio una parte del fruto de sus pillajes.

De esa forma, el tirano somete a sus súbditos utilizando a unos contra otros. Es protegido por aquellos de los que debería protegerse, si es que algún valor tuviesen. Pero como bien ha sido dicho, para hendir la madera se usan cuñas de madera; eso son, precisamente, sus arqueros, sus guardias, sus alabarderos. No es que éstos no sufran, pero esos miserables abandonados por Dios y por los hombres se contentan con sobrellevar su mal y causárselo, no a quien se lo causa a ellos, sino a los que, como ellos, también lo sobrellevan y no tienen ninguna culpa. Cuando pienso en esa gente que halaga al tirano para aprovecharse de su tiranía y de la servidumbre del pueblo, me siento casi tan sorprendido por su maldad como compadecido por su estupidez.

Pues, a decir verdad, aproximarse al tirano es alejarse de su propia libertad y abrazar y saludar aparatosamente a su propia servidumbre. Si dejasen de lado durante un momento su ambición, si se distanciasen algo de su codicia, y después se mirasen y se tomasen en consideración, verían claramente que esos aldeanos, esos campesinos que ellos pisotean y a los que tratan como a forzados o esclavos, son, pese a estar tan maltratados, más felices que ellos y, de alguna forma, más libres. El labrador y el artesano, por avasallados que estén, pasan desapercibidos si obedecen; pero el tirano ve como aquellos que le rodean mendigan su favor. No basta con que cumplan sus órdenes, sino que también se requiere que piensen lo que él quiere que piensen y, con frecuencia, que, para satisfacerle, prevean sus deseos. No basta con obedecerle, hay que complacerle. Deben romperse, atormentarse, matarse en aras de sus intereses, y, dado que sólo deben encontrar placer en el placer de él, deben sacrificar sus gustos ante los suyos, forzar su temperamento y despojarse de su naturaleza. Deben estar atentos a sus palabras, a su voz, a su mirada, a sus gestos, mientras que sus propios ojos, pies y manos deben estar continuamente dedicados a indagar los deseos y adivinar los pensamientos del tirano.
¿Es eso vivir feliz? ¿Es, incluso, vivir? Nada hay más insoportable en el mundo, no sólo para todo hombre valeroso, sino para cualquiera que tenga sentido común o mero aspecto humano. ¿Qué condición puede ser más miserable que la de vivir de esa manera, sin nada propio y poniendo a disposición de otro su comodidad, su libertad, su cuerpo y su vida?

Pero quieren servir para amasar riquezas. ¡Cómo si pudiesen ganar nada que sea suyo, cuando no siquiera pueden decir que ellos son de sí mismos! Cómo si bajo un tirano alguien pudiese tener algo verdaderamente suyo, pretenden convertirse en poseedores de riquezas, olvidando que ellos mismos dan al tirano la fuerza para arrebatar todo a todos, sin dejar a nadie nada de lo que pueda decirse que pertenece a su persona. Sin embargo, pueden ver que precisamente esas riquezas hacen que los hombres dependan de la crueldad del tirano; que para éste no hay crimen más digno de muerte que el beneficio de otro; que sólo ama las riquezas y que no vacila en atacar a los ricos. Estos, pese a todo, se presentan ante él como corderos ante el matarife, ahítos y cebados como si quisieran darle envidia. No deberían acordase tanto de aquellos que han ganado mucho cerca de los tiranos y deberían acordarse más de aquellos que, habiendo podido llenarse hasta el hartazgo durante algún tiempo, han terminado poco después perdiendo todos sus bienes e incluso la vida. Deberían pensar menos en el gran número de los que así han adquirido riquezas y deberían pensar más en el pequeño número de los que han podido conservarlas.

Si repasamos todas las antiguas historias y si evocamos todas aquellas que recordamos, veremos cuan numerosos son aquellos que, habiendo llegado a influir sobre los príncipes con malas artes, halagando sus malas tendencias o abusando de su ingenuidad, fueron finalmente aplastados por esos mismos príncipes, que empeñaron tanta soltura a la hora de encumbrarles como inconstancia a la hora de defenderles. Entre aquellos que han estado cercanos a los malos reyes, pocos hay, casi ninguno, que no haya sufrido finalmente la misma crueldad del tirano que ellos habían atizado contra otros. Con frecuencia, los que, a la sombra del favor del tirano, se habían enriquecido con los despojos arrebatados a otros, terminaron enriqueciendo al tirano con sus propios despojos.

Por mucho que reluzcan en ellas la virtud y la integridad (que, vistas de cerca, inspiran cierto respeto a los mezquinos), tampoco lograrán mantener la consideración del tirano las personas de bien, a las que en algunas ocasiones el tirano llega a amar. También ellas experimentarán el mal común y padecerán la tiranía. Así, por ejemplo, un Séneca, un Burro, un Traceas, tres personas de bien. Las dos primeras tuvieron la desgracia de estar próximas a un tirano del que eran muy queridas y que les confió la gestión de sus asuntos. Pues bien, aunque uno de ellos hubiera educado al tirano y tuviese como garantía de su amistad los cuidados que le prestó durante la infancia, los tres tuvieron una muerte muy cruel. ¿No basta esto como ejemplo de la poca confianza que se debe depositar en un amo malvado? En verdad, ¿qué amistad puede esperarse de aquel que tiene el corazón lo bastante duro como para odiar a todo un reino que se limita a obedecerle?, ¿qué amistad cabe esperar de un ser que, incapaz de amar, se empobrece a sí mismo y destruye su propio imperio?

No obstante, alguien podría decir que esos tres hombres padecieron tal desgracia precisamente por ser personas excesivamente buenas. Pero eso puede desmentirse si nos fijamos con atención en el entorno de Nerón, donde veremos que tampoco tuvieron un final mejor todos aquellos que contaron con su gracia y que estuvieron cercanos a él por medio de su propia maldad.

¿Alguien ha oído hablar de un amor tan desenfrenado, de un cariño tan impetuoso, de un hombre tan obstinadamente apegado a una mujer como en el caso de Nerón respecto a Popea? Sin embargo, él mismo la envenenó. Para colocarle en el trono, su madre, Agripina, había matado a su propio marido Claudio; para favorecerle, todo hizo y todo sufrió. No obstante, fue su hijo, su bebé, al que había convertido en emperador, quien le arrebató la vida tras haberla maltratado frecuentemente. Nadie hubiera negado que fue un castigo merecido... si lo hubiese ejecutado cualquier otro. ¿Quién hubo más fácil de manejar, más simple e inocente que el emperador Claudio? ¿Quién estuvo más chiflado de una mujer que él de Mesalina? Más la entregó al verdugo. Las bestias tiránicas siguen siendo bestias y son incapaces de hacer nunca el bien, pero, ignoro cómo, finalmente el poco espíritu que les queda se despierta para ser utilizado cruelmente contra aquellos que les son más cercanos. Es conocida la historia de aquel que, habiendo destapado la garganta de su mujer, aquella a la que más amaba y sin la que parecía no poder vivir, le dirigió este bonito cumplido: "este bello cuello será cortado inmediatamente si lo ordeno". Esa es la razón por la que la mayor parte de los tiranos han sido asesinados por sus favoritos, ya que, conociendo la naturaleza de la tiranía, les intranquilizaba cuál sería la voluntad del tirano y desconfiaban de su poder. Domitiano fue matado por Estefano, Cómodo por una de sus amantes, Caracalla por el centurión Marcial, alentado por Macrín, etcétera.

En verdad, el tirano nunca ama ni es amado. La amistad es una palabra sagrada, algo santo. Sólo existe entre personas de bien. Nace de una mutua estima y se mantiene mucho más por la honestidad que por las ventajas obtenidas con ella. Un amigo está seguro de otro porque conoce su integridad y tiene como garantía su buen natural, su lealtad, su constancia. Donde hay crueldad, deslealtad e injusticia no puede haber amistad. Si se juntan los malvados, lo que se forma es un complot, no una sociedad. No se aman, pero se temen. No son amigos, sino cómplices.

Incluso aunque esto no fuese así, sería difícil encontrar en un tirano un amor seguro, ya que, al estar por encima de todos, sin que nadie sea su par, se encuentra más allá de los límites de la amistad, pues ésta florece en la igualdad, en la que se marcha al compás. Por ese motivo, por ser todos pares y compañeros, existe una especie de buena fe entre los ladrones cuando se reparten el botín. Si no se aman, al menos se temen. No quieren debilitar su fuerza desuniéndose.

Pero los favoritos de un tirano no pueden contar nunca con él, porque ellos mismo le han enseñado que es omnipotente, que ningún derecho o deber le obliga, que no tiene que dar más razón que su voluntad, que nadie es igual a él y que es el amo de todos. ¿No resulta deplorable que, pese a tantos llamativos ejemplos y teniendo el peligro tan presente, nadie quiera aprender las lecciones de las miserias ajenas y que sean tantas las gentes que aún se acercan voluntariamente al tirano? ¿Que no haya uno que tenga la prudencia y el coraje de decirle, como el zorro de la fábula al león que se hacía pasar por enfermo, "iría con gusto a visitarte a tu cubil, pero veo muchas huellas de los animales que entran en ella, pero ninguna de los que salen".

Estos miserables ven como relucen los tesoros del tirano; admiran, sorprendidos, los destellos de su magnificencia. Atraídos por su resplandor, se acercan sin darse cuenta de que se aproximan a una llama que les devorará, como el imprudente sátiro de la fábula, que, viendo brillar el fuego robado por Prometeo, le pareció tan bello que fue a besarlo y ardió. Así, la mariposa que, esperando disfrutar de algún placer, se lanza contra el brillante fuego, pronto experimenta que éste también tiene el poder de quemar, como decía Lucano.

Cuando estos validos logran escapar de las manos de aquel al que sirven, no se salvarán de las de su sucesor. Pues, si es bueno, tendrán que rendir cuentas y someterse a la razón, y si es malo, como su predecesor, tendrá sus propios favoritos que, habitualmente, no se contentarán con quitarles su puesto sino que también querrán quitarles sus bienes y su vida. ¿Cómo es entonces que haya alguno que, ante tal peligro y con tan pocas garantías, quiera ocupar una posición tan peligrosa y servir con tantos sufrimientos a un amo tan peligroso?

¡Qué pena, qué martirio, Dios mío! Pasarse día y noche placiendo a un hombre y desconfiando de él más que de cualquier otro. Estar siempre ojo avizor, con los oídos bien abiertos, tratando de saber de dónde vendrá el golpe, de descubrir emboscadas, de escudriñar el semblante de los competidores y adivinar dónde está el traidor. Sonreír a cada uno y desconfiar de todos, no tener enemigo abiertamente proclamado ni amigo seguro. Mostrar siempre un rostro sonriente aunque el corazón esté helado. No poder ser feliz ni poder atreverse a estar triste.

Resulta gracioso considerar que es lo que obtienen a cambio de ese gran tormento, de esa fatiga y de su vida miserable: el pueblo no acusa al tirano de los males que sufre, sino a ellos, los que le gobiernan. De ellos, conocen sus nombres y narran sus vicios los pueblos, las naciones, todos a porfía, incluyendo a los campesinos y labradores. Acumulan sobre ellos ultrajes, insultos y juramentos. Todas las oraciones y maldiciones se dirigen contra ellos. se les atribuye todas las desgracias, pestes y hambrunas. Y si a veces se finge rendirles homenaje, a la vez se les maldice desde el fondo del corazón y se les tiene más horror que a las bestias salvajes.

Ese es el honor y la gloria que, por sus servicios, recogen entre personas que no quedarían satisfechas ni medio consoladas por su sufrimiento si cada una pudiese tener un trozo de su cuerpo. Incluso tras su muerte, el nombre de estos "traga pueblos" será oscurecido por la tinta de mil plumas y su reputación desgarrada en mil libros. Hasta sus huesos son arrojados al fango para toda la posteridad, como si se quisiera castigarles después de muertos por su malvada vida.

Aprendamos pues a actuar bien. Alcemos nuestros ojos hacia el cielo por nuestro honor o por honor a la verdad, o mejor aún por los de Dios todopoderoso, fiel testigo de nuestros actos y juez de nuestras faltas. Yo pienso, y creo no equivocarme, que, dado que nada es más contrario a un Dios bueno y liberal que la tiranía, él reservará a los tiranos y a sus cómplices algún particular castigo en los infiernos.