sábado, 18 de diciembre de 2010

Ficción y realidad

El siguiente ensayo ha sido publicado originalmente por el Diario De América (EEUU), el 16 de Diciembre de 2010, reproducido el día de hoy en El Cato Institute. Súmamente instructivo, en especial su conclusión.

17 de diciembre de 2010

Mi vínculo peculiar con los libros de ficción

por Alberto Benegas Lynch (h)

Alberto Benegas Lynch (h) es académico asociado del Cato Institute y Presidente de la Sección Ciencias Económicas de la Academia Nacional de Ciencias de Argentina.

No dispongo de una explicación clara del asunto pero mantengo una vinculación más bien extraña y algo distante con la obras de ficción y, al mismo tiempo, mirándolas en perspectiva pienso que a los bibliófilos de este reglón les debe significar un estupendo recreo para la mente y un regalo casi insustituible de intenso placer estético por el placer estético mismo, deleites del sueño de lo imposible y las gratificaciones y regocijos de una fantasiosa vida simultánea enriquecida por una imaginación bifronte: la del autor y la del lector. Sin embargo, me siento confortable y a gusto con el género del ensayo que, con lápiz en mano, subrayo, gloso, discuto y concuerdo con el autor y, cuando vuelvo a releer fragmentos, aprecio mi evolución (o quizás involución) en cuanto al énfasis relativo de diversos pasajes y los cambios que han operado en ese lapso de tiempo en mi persona en el terreno interpretativo e incluso conceptual. Gozo con mi biblioteca formada casi en su totalidad por ensayos de materias vinculadas a las ciencias sociales, aunque no excluye otras disciplinas e intereses. En cierto sentido mi biblioteca soy yo, lo cual naturalmente no quiere decir que la haya indagado toda: Ernst Gombrich se mofa de quienes al entrar a una biblioteca bien formada preguntan si el titular ha leído “todos esos libros” como una clara manifestación de no saber en que consiste una biblioteca. No pueden distinguir la obra de consulta de una novela (comentario que en modo alguno pretende banalizar este último género).

No es que en lo personal no haya disfrutado con la lectura de obras de ficción, es que me siento más a mis anchas con el ensayo. Me quedan en la memoria pasajes memorables pero compruebo que se deben a los mensajes trasmitidos y no como suele ocurrir con el encandilamiento por las formas y la técnica aunque sin duda valoro la manera en que están escritos esos mensajes. Por ejemplo, leo y releo el quinto capítulo de la sección quinta de Los hermanos Karamsov del gran Dostoievski sobre el gran inquisidor y el párrafo en que explica los problemas del igualitarismo a través de la ilustración de la célebre capa de Ludjin en Crimen y castigo. Me fascina el análisis de Henrich Böll de la hipocresía de los empresarios prebendarios y alguna religión oficial en Opiniones de un payaso. Me conmueve la descripción del totalitarismo de Arthur Koestler en su Entre el cero y el infinito. He disfrutado la recomendación de mi hija Marieta del delicioso relato de Sijie Dai, Balzac y la costurera china, donde casi como un accidente de la pluma y al margen de la trama central se denuncian con letras de fuego los horrores de las asfixiantes garras del “ogro filantrópico” para recurrir a la feliz expresión de Octavio Paz.

Los cuentos de Giovanni Papini los he leído a casi todos, en los que su ingenio se despliega en los más mínimos recovecos y es siempre sorpresivo en los desenlaces. Me atrapan los relatos de Stefan Zweig, especialmente Novela de ajedrez del fulano preso por la Gestapo (en El legado de Europa concluye que “Rara vez hay un vínculo entre el poder y la moral. La mayoría de las veces, lo que existe en un abismo insalvable” y antes, en la misma obra, había escrito que “no hay cosa mas difícil y problemática en la tierra que conservar incontaminada la independencia intelectual” y que “todos los problemas desembocan en una sola cuestión para el hombre que no se aviene a sacrificar sus más nobles características: ¿Cómo podré mantenerme libre?”).

Me deslumbra La señora Dalloway por el hecho de escribir casi trecientas páginas en mi edición sobre sucesos ocurridos en solo veinticuatro horas (siguiendo a Joyce en el voluminoso Ulysses que, por más esfuerzos desplegados, no he podido abordar) y que todos los diálogos que fabrica Virgina Wolf sean interiores (Herbet Marder, uno de sus biógrafos, apunta que VW “sufría al terminar un libro”; es lo que llamo “book blues” en lo que a mi respecta al dar por parida la escritura de un libro). Me admira la ocurrencia de Umberto Eco en cuanto a que anuncia que escribirá una novela en la que el asesino será el lector. Me dejó muy impresionado Micromegas y Cándido de Voltaire y Adolfo de Benjamin Constant. La ébola cuarta de las Bucólicas de Virgilio sobre el hambre de felicidad es notable. Fuenteovejuna de Lope de Vega muestra el hartazgo de todo un pueblo frente al gobierno autócrata. Guisseppe Tomasi desnuda la soberbia y la trampa del príncipe que presenta cambios para que todo quede igual en el Gatopardo. Me maravilla el segundo apéndice —tan hayekiano— de La guerra y la paz de Tolstoi. Leí con verdadera pasión la crítica categórica y estruendosa al nacionalismo y a la xenofobia en la novela de Tagore El alma y el mundo. La ficción (primero soñada y luego escrita) de Stevenson sobre la lucha interior entre el bien y el mal en El extraño caso del doctor Jekyell y mister Hyde. De Stendhal siempre tengo presente la insubordinación del individuo contestatario contra sus congéneres en Rojo y negro, parecido al Misántropo de Moliere que también exploré con gran interés y, en el mismo sentido, El hombre rebelde de Camus.

 El primer círculo, la novela de Solschenitzin que pone al descubierto las masacres en las cárceles soviéticas. La fantástica obra teatral Antígona de Sófocles donde se sientan las bases del derecho natural. El canto a la libertad de Shelley en el drama lírico de Prometeo liberado (y también sus versos en Queen Mab donde escribe “Power, like a desolating pestilente/Pollutes whate`er it touches”). William Butler Yeatts ha escrito que “Cuando en mitad de mi vida miro para atrás encuentro que el [Shelly] y no Blake ha moldeado mi vida”. Los reiterados dramas shakespeareanos en relación al poder (donde siempre “algo está podrido en Dinamarca”). Ivanhoe de Walter Scott en donde se expone el disgusto y la resistencia del pueblo conquistado. Casa tomada de Cortázar de la que hago una reinterpretación libre y tomo como metáfora de los retrocesos frente al Leviatán. Los diálogos entre el anarquista y el conservador en El hombre que fue jueves de Chesterton. Recuerdo con afecto La vida es sueño de Calderón de la Barca en cuanto a la victoria de la libertad frente al fatalismo (determinismo físico diría Popper) y la ubicación del hombre frente al poder de turno. La relación entre padres e hijos y la necesidad de estimularlos en sus vocaciones en El camino de la carne de Samuel Butler. La ridiculización del poder en Las bodas de Fígaro de Beaumarchais. Los parientes pobres donde Balzac describe la envidia y el resentimiento. El Rey desnudo de Andersen para subrayar la importancia de la verdad, igual que Peregrinación de Luz del Día de Juan Bautista Alberdi. Crónicas Marcianas de Bradbury donde resalta el “pensamiento lateral” cuando uno de los personajes manifiesta que no es posible vivir en el planeta Tierra “porque hay demasiado oxigeno” y, del mismo autor, también la obra de ciencia ficción Fahrenheit 451 en la que los bomberos incendian del mismo modo que hacen los gobiernos supuestos de defender derechos.

Si tuviera que elegir un cuento de Borges sería Funes el memorioso por las derivaciones que pueden aplicarse a los peligros de estudios memorizados frente a una buena digestión y tamiz adecuado.  La Metamorfosis de Kafka, que aunque admite diversas interpretaciones, adhiero a la que sostiene la dificultad de la persona diferente frente a la sociedad. El rinoceronte de Eugene Ionesco que trata sobre el conformismo y la masificación, del mismo modo que hace Ibsen en la magnífica obra Un enemigo del pueblo (también de este autor Casa de muñecas que resalta la tropelía de limitar las tareas de la mujer a las cuestiones domésticas). La trilogía de los abusos del poder en Yo, el Supremo de Roa Bastos, Señor Presidente de Asturias y La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa. Noventa y tres de Victor Hugo que profesaba un socialismo en verdad liberal (lo cual, dicho sea al pasar, lo expresa de modo contundente en La vida de Shakespeare). La condición humana expuesta en Juego de abalorios de Hermann Hesse (en son de halago, una vez cuando dictaba una clase alguien me dijo que tengo ciertos rasgos —solo ciertos se subrayó— de El lobo estepario). Adiós a las armas como un formidable alegato contra la guerra de Hemingway. La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne de la que se pueden sacar tantas citas de provecho (especialmente aquello del hombre de dos caras). La descripción de la tiranía rosista en La divisa punzó de Paul Groussac (en la misma línea de El matadero de Esteban Echeverría). Las diversas facetas de las personalidades en El monedero falso de André Gide. La capacidad notable de quien se imagina estar viviendo en una novela y el análisis psicológico de cada personaje en Madam Bovary de Flaubert. A este lado del paraíso de Scott Fitzgerald con el vivo retrato de quienes se sienten desilusionados y se convierten en “la generación perdida”.

La corrupción de la iglesia en Manual del caballero cristiano de Erasmo debido a la existencia de Los hombre vacíos tal como luego tituló T. S. Eliot su novela o Manhattan Transfer del gran individualista John Dos Passos. La filosa burla de los poderosos en Gargantúa y Pantagruel de Rabelais. Cádiz (dentro de la colección “Episodios Nacionales”) dibuja las vicisitudes de las Cortes de Cádiz donde por vez primera el vocablo liberal dejó de ser un adjetivo para sustantivarse. No puedo dejar de mencionar We de Yevzeny Zamyatin, el precursor de las antiutopías, The New Utopia de Jerome,  The Lonely Crowd de Reisman, La rebelión en la granja de Orwell (el otro más bien se desliza hacia el ensayo), Un mundo feliz de Alduos Huxley (mucho mejor es Brave New World Revisited pero también es ensayo) y, contemporáneamente, The Devil`s Advocate (homónimo de otra obra de Morris West) de Taylor Caldwell donde la ficción apunta a que EE.UU. es arrasado desde adentro por el socialismo liberticida (es de desear que finalmente esta catástrofe no ocurra en el lugar que constituyó el ejemplo más portentoso de libertad de todos cuantos registra la historia). Don Juan y el donjuanismo donde Marañón explica la diferencia entre amor y el mero instinto animal. La Montaña mágica en la que Thomas Mann consigna un larguísimo diálogo entre un humanista y un personaje que lleva en las entrañas la necesidad de las dictaduras (no terminé esta lectura).

La condición humana de Marlaux aunque socialista hasta el tuétano abre interrogantes de peso en el lector atento en medio de los sucesos novelados de 1927 en Shangai (de todos modos, confieso que, salvo casos puntuales en los que el mensaje trasciende la historiografía, las historias noveladas no me atraen: prefiero lo uno o lo otro, la declarada pretensión de historia real se entrevera y no permite distinguir el hecho del puro invento; se que es un espacio que está hoy de moda pero a mi nunca me subyugaron las modas). C. S. Lewis en El fin del hombre exhibe los atropellos de la genética. He leído largos fragmentos de la obra cumbre de quien es considerado lo más excelso de la lengua española (y releído lo de “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros de la tierra, ni el mar encubre: por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y por el contrario, el cautiverio es el mayor de los males”). Schiller caricaturizó las arbitrariedades de los mandones del momento y la necesidad de sublevarse contra estos megalómanos en Guillermo Tell (Schiller fue el autor de la “Oda a la libertad” que al censurarse tuvo que trocar por “Oda a la alegría” que usó Beethoven en la novena sinfonía). La conjura de los necios de John Kennedy Toole me trasladó al atractivo mundo del humor no exento de mis sonoras y reiteradas carcajadas, tal como me ocurre con los desopilantes cuentos de Woody Allen (estos dos autores constituyen ejemplos de lo muy saludable y necesario que es reírse de uno mismo y no tomarse demasiado seriamente ya que “entre lo sublime y lo ridículo hay solo un paso”). Tengo en dos tomos las obras selectas de O. Henry (William Sidney Porter), no he leído mucho de esta colección pero tengo muy presente su lindísimo cuento titulado “El regalo de los magos” (el autor murió en 1910 mientras escribía “El sueño”). Me pareció inteligente la trama de Russell Roberts de un liberalismo in crecendo en The Invisible Heart (aunque le escribí al autor discutiendo su final quien amablemente me siguió el tren). Finalmente, para dejar escrito lo que me acuerdo de lecturas esporádicas de ficción he leído bastante salteado el Martín Fierro (destaco aquello de “La ley es tela de araña/En mi inorancia lo esplico/No le tema el hombre rico/Nunca le tema el que mande/Pues la ruempe el bicho grande/Y solo enrieda a los chicos”).

Declaro que otra de mis ignorancias supinas radica en la poesía, tal vez debido a la poca exposición que he recibido de esta manifestación artística: salvo raras ocasiones no he intimado con este reglón. Recuerdo que en una oportunidad en la clausura de un seminario que por entonces yo dictaba en la ciudad de México, la organizadora —Carolina Bolívar— anunció que recitaría Iván Portela, el poeta cubano exiliado en tierra mexicana y profesor de literatura en la UNAM. Por mis adentros deseaba fervientemente que ese episodio terminara lo antes posible, sentimiento que no podía exteriorizar ya que el acontecimiento era en mi homenaje. Portela se puso de pie y recitó “América, escúchame” de su autoría mientras caminaba entre las mesas instaladas para el almuerzo de ese acto de cierre. Era una súplica de comprensión para las desgracias del oprimido y maltratado pueblo cubano. A medida que avanzaba en el poema noté, casi como una imperdonable traición, que me embargaba una profunda e insospechada emoción y que, finalmente, al saludar al poeta, muy a pesar de mis esfuerzos en contrario, no pude contener las lágrimas. Me sorprendí de mi mismo. Después mantuvimos alguna vinculación epistolar y tuvo la generosidad de enviarme a Buenos Aires parte de sus composiciones en una colección titulada Cruz de caña.

Admito que mi incursión en el género de la ficción es escaso: poco de los grandes y nada de otros gigantes, por ejemplo, nada de Prust (salvo un librito de mi distinguido amigo Jean-François Revel), nada de William Faulkner de quien una vez en un taller literario que comandaba Rodolfo Rabanal en Punta de Este se dijo que aquél es el autor de técnica más refinada y sofisticada de los modernos. Y aquí viene otro punto vinculado a mi relación con las obras de ficción y, en este caso, con la literatura en general. Me atrae el arte de las formas y la técnica. Me deja estupefacto la capacidad para manejar la figura central de toda novela: el narrador. El uso de la primera, segunda y tercera persona, la evidencia que está presente, la insinuación de su participación, sus silencios y los usos múltiples de esta figura clave. También el manejo de los tiempos que naturalmente no pueden coincidir con los tiempos reales (igual que en el cine o el teatro): los saltos cuánticos, el detenimiento, las idas y venidas para adelante y para atrás. Y, claro, las buenas historias que según me dicen hay autores que las inventan desde el momento cero, mientras que otros necesitan anclarse en hechos que ocurrieron para comenzar a tejer el relato (de lo contrario acecha el síndrome de la hoja en blanco).

Tal vez para una persona que no se haya iniciado en el mundo de la literatura, el anterior listado le puede parecer algo adiposo pero cualquiera que esté en el tema sabe que quien hace una lista, de por si, demuestra a las claras sus severas limitaciones en la materia. De todos modos, en mi exigua experiencia con las obras de ficción prefiero las que trasmiten un mensaje oxigenado y abierto y no encapsulado en una ideología lo cual es la antítesis del espíritu liberal (no el sentido inocente del diccionario como conjunto de ideas, ni siquiera en el sentido marxista de “falsa conciencia de clase” sino como el troglodita de indudable inteligencia crepuscular que presenta sus propuestas como algo cerrado, inexpugnable y terminado).

En fin, como podrá apreciar el lector avezado, mi relación con este género es a la distancia con una marcada preferencia por el ensayo, ah! el ensayo me parece que lo tiene y contiene todo lo  humanamente posible y en todas las direcciones disponibles, en el contexto de corroboraciones provisorias siempre abiertas a posibles refutaciones. En la ficción el autor debe convencer al lector que está viviendo lo contado. Truman Capote, de quien leí hace mil años Breakfast at Tiffany`s,escribe que es fundamental “mantener un dominio estilístico y emocional sobre el material […] un cuento puede ser arruinado por un ritmo defectuoso en una oración […] El único recurso que conozco es el trabajo”. En todo caso, me resulta muy atractivo lo que escribe Milan Kundera en su opúsculo titulado El arte de la novela en cuanto a que este género y el totalitarismo son absolutamente incompatibles e irreconciliables puesto que en la ficción se debe preguntar, cuestionar, repreguntar e imaginar por fuera de lo establecido…al contrario del espíritu totalitario que todo lo pretende controlar y regimentar en el seno de un mundo pequeño prefabricado por las mentes liliputenses de ingenieros sociales que adolecen de recursos intelectuales básicos y, concordantemente, revelan una pobreza sobresaliente en sus cataratas discursivas.