sábado, 3 de septiembre de 2016

El Delincuente en Argentina.


Cuando un delincuente comete un delito violento llegando a terminar con la vida de su víctima, los mecanismos institucionales que nuestra sociedad posee para poner justicia se encuentran lejos de las esperanzas de la sociedad civil por lograrla. Uno de los escollos se manifiesta en la imposibilidad que tenemos cuando intentamos establecer la línea que delimita víctima de victimario. Los protocolos penales y judiciales con los que desarrollamos dictamen y sentencia parecen también portar esa característica.

Las instituciones abocadas a garantizar nuestra seguridad, enmarcar la legalidad y desarrollar la legitimidad de nuestras conductas, parecen alterarse al momento de dictaminar los premios y castigos mediante los cuales evaluamos nuestras expectativas de vida. En lo penal, la subversión de sentidos parece manifestarse en las categorías con las cuales se identifica -y separa-, culpables de inocentes. El delincuente que comete un delito se lo presenta como la víctima que debió transgredir para sobrevivir, en tanto que la víctima es presentada como una portadora de opulencia que deberá responsabilizarse por el costo de su condición. En muchos sentidos es similar a acusar a una mujer como la responsable de haber causado su violación por mostrarse con una vestimenta demasiado sugestiva.

La interpretación institucional que busca esclarecer un delito no ve como responsable de sus actos al sujeto que lo comete, sino como alguien que no tiene la chance de conocer los beneficios de la responsabilidad puesto que fue expulsado de ese mundo por falta de oportunidades. Y, por lo tanto, tampoco responsable de esa ingrata e indeseable acción que los responsables interpretamos como un delito.

Esta particular forma de ver los hechos observa a la acción delictiva como una manifestación inevitable, cuya prepotencia expresa la última alternativa que tiene a mano una persona para reclamar pertenencia a un sistema que la oprime excluyéndola. Así, los victimarios se presentan como las víctimas de una perversión formal (de ahí la culpa legal con la cual se los exculpa). Y las víctimas se presentan como inconscientes con privilegios que esa perversidad ha gestado. Desde ese lugar todo pedido formal de justicia sobre un hecho delictivo es recibido con desdén, puesto que no hay buena predisposición a tener que aceptar un reclamo gestado en el nivel de lo aparente (el desprecio por el sentido común). Luego, quienes tienen el deber de proteger la integridad de la ciudadanía para garantizar su vida en libertad -la justicia y su andamiaje-, cambian el orden de prioridad confundiendo lo esencial de lo aparente; olvidan la meta de la justicia para ir al abrazo de un anhelo.

Una persona que muere protegiendo a su familia, sus pertenencias o por no disponer de las abundancias suficientes para satisfacer el hambre del depredador, será una víctima solo en la formalidad, en los papeles. Establecido ese protocolo comienza el funcionamiento del mecanismo intelectual que erosiona el sentido original del hecho mediante divulgación, traducción y desplazamiento. Esta fase ideológica del proceso desfigura a la víctima original señalándola como un eslabón que ayuda a transmitir la fuerza y el funcionamiento de un sistema opresor y excluyente; el capitalismo salvaje. De esta manera, la "persona eslabón” será señalada como parte de la transmisión de fuerza que echó al excluido del sistema, merecedora de las peripecias a las que el retorno violento del expulsado la expondrá.

Desde esta particular mirada estaríamos asistiendo a un legítimo reclamo que el vulgar ciudadano no alcanza a percibir en su verdadera dimensión. Para esta inefable interpretación de los hechos, de alguna manera todos seríamos culpables por no haber correspondido los deseos de ese delito -que sería un pedido de ayuda-. Con este particular giro conceptual se cierra el argumento que, en el terreno de la realidad, ha empujado a la ciudadanía a encerrarse entre rejas domiciliarias y a los delincuentes a pasear libremente por las calles.

El establecimiento de una moral anti material es parte del otro anclaje desde el cual se construye la demonización del ciudadano que posee las características descritas. En nuestro medio parece interpretarse como portador de una vida chata a quien la desarrolla sobre la base de la búsqueda de un buen pasar económico. Desde ese lugar suele traducirse lo siguiente; a más reclamo ciudadano por paz y tranquilidad como atributos para mejorar la condición mercantil, tanto más vulgarmente chata será la condición de esa ciudadanía. Desembocando la interpretación en el mismo lugar que se ha indicado en los párrafos anteriores; la chatura materialista de alguna manera debe tener un precio que puede ser amargo en un mundo de diferencias y expulsión. Y la muerte puede ser un precio justo por buscar el sentido de la vida en la posesión de chatarra sin sentido. De esta manera el violento final de un ciudadano con esa trivial forma de vida, pasa a ser la sutil titulación honorífica del asesino que la ejecuta para robar sus pertenencias.

Finalmente y luego de lo escrito va mi recomendación para quien hasta aquí ha leído, es un aporte para prepararnos ante el imprevisto de recibir un tiro en la cabeza por intentar evitar un robo o un daño a un ser querido. Mi aporte no da ideas para la defensa -esa posibilidad se nos ha vedado-, sino para presentarnos ante la sociedad con algo de dignidad. O sea, como cadáveres buenos.

Hagamos un escrito para con nuestros deudos indicando que las víctimas del lamentable suceso en el que perdimos la vida no fuimos nosotros, sino quien nos ejecutó. Una pobre persona que al solicitar algo de inclusión y dignidad no tuvo otra opción más que gatillar su 9 en nuestra cabeza.



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