Cuando un delincuente comete un delito de manera violenta, llegando a terminar con la vida de su víctima, los mecanismos institucionales que nuestra sociedad posee para poner justicia al desgraciado evento, se encuentran cada vez más alejados de la esperanza de la sociedad civil por lograrla. Uno de los escollos que nuestra sociedad presenta se manifiesta en la imposibilidad que tenemos cuando intentamos establecer de manera clara y contundente la línea que delimita víctima de victimario. Los protocolos penales y judiciales con los que desarrollamos dictamen y sentencia parecen también portar esa característica.
Las instituciones abocadas a garantizar nuestra seguridad, enmarcar la legalidad y desarrollar la legitimidad de nuestras conductas, parecen mostrar una aguda alteración al momento de dictaminar los premios y castigos mediante los cuales evaluamos nuestras expectativas de vida. En lo penal asistimos a una clara subversión de sentidos, que se manifiesta en las categorías con las cuales se deben identificar -y separar-, culpables de inocentes. El delincuente que cometió un delito es presentado como la víctima que debió cometer una transgresión para sobrevivir, en tanto que la víctima es presentada como un portador de opulencia que deberá responsabilizarse por el costo de su condición. En muchos sentidos es un proceso similar al que se desarrolla cuando se acusa a una mujer como la responsable de haber causado su violación por haberse mostrado con una minifalda demasiado corta.
La interpretación institucional que busca el esclarecimiento de un delito, no interpreta como responsable de sus actos al sujeto que lo cometió, sino como alguien que no tuvo la chance de conocer el mundo de la responsabilidad puesto que fue expulsado por falta de oportunidades, y empujado a esa ingrata e indeseable acción que hemos interpretado como un delito. Esta particular forma de ver los hechos observa a la acción delictiva como una manifestación inevitable, que en su potencia expresa la última alternativa que posee una persona para reclamar pertenencia a un sistema que la oprime excluyéndola. De esta manera los victimarios se presentan como las víctimas de una perversión formal -y de ahí la culpa legal con la cual se los exculpa-, y las víctimas como privilegiados inconscientes gestados en esa misma perversidad. Desde ese lugar, cualquier pedido formal de justicia sobre un hecho delictivo es recibido con desdén, puesto que no hay buena predisposición a tener que aceptar un reclamo gestado en el nivel de lo aparente (el desprecio del sentido común). Y es a partir de este punto que el andamiaje político y judicial argentino (cuyo deber supremo, es bueno recordarlo, es proteger la integridad de la ciudadanía para garantizar su vida en libertad), cambiando de lugar lo esencial de lo aparente, comienza a dejar atrás la consecución de una meta justa para abrazar la búsqueda de un anhelo.
Una persona que muere por proteger a su familia, sus pertenencias o por no disponer de las abundancias suficientes para satisfacer el hambre del depredador, solo es interpretada como una víctima en su aspecto formal y, establecida esta categoría, comienzan a funcionar los engranajes intelectuales que irán erosionando el sentido original del hecho utilizando la divulgación para traducirlo y desplazarlo. Así comienza la fase ideológica del proceso y se desfigura a la verdadera víctima al señalarla como un eslabón que ayuda a transmitir la fuerza y el funcionamiento de un sistema opresor y excluyente; el capitalismo salvaje.
Y será esa “persona eslabón” la que de alguna manera ha empujado al excluido a tomar su parte, la que le corresponde por las buenas o por las malas. Si es por las buenas, la pedirá. Por las malas, la robará. Y en estado de desesperación, matará. Desde esta particular mirada, siempre y bajo toda circunstancia, asistimos a un legítimo reclamo que los vulgares ciudadanos no alcanzamos a percibir en toda su dimensión. Porque somos, de alguna manera, culpables por no haber correspondido a ese pedido de ayuda en forma de robo. Y con este loop conceptual se cierra el círculo argumentativo que finalmente dejó a la ciudadanía encerrada entre rejas domiciliarias y a los delincuentes paseando libremente por las calles.
Finalmente hay un aspecto moral en esta tergiversación; es el establecimiento de una moral anti material mediante la cual se nos interpreta poseedores de una vida chata en tanto se desarrolla sobre la base de la búsqueda de un buen pasar económico. Cuanto más reclamamos por paz y tranquilidad para con nuestro desarrollo mercantil, tanto más vulgarmente chatos se nos observa. Y desde aquí también se llega al mismo lugar; la chatura materialista tiene su precio en un mundo de diferencias, y ese precio puede ser la muerte por abocarnos a poseer chatarra sin sentido: el hecho de morir por tal trivial forma de vivir, otorga a un asesino el título de "trabajador igualitarista" cada vez que ejecuta una vida para robar sus pertenencias.
Luego de lo escrito va mi recomendación para el lector que hasta aquí ha llegado. Es un aporte para estar preparados en caso de que la mala fortuna nos exponga a la desdicha de recibir un tiro en la cabeza por intentar evitar un robo a nuestra propiedad o un daño a un ser querido. Hagamos un escrito para con nuestros deudos indicando que las víctimas de ese lamentable suceso no hemos sido nosotros, sino quien nos ejecutó. Esa pobre persona que al solicitar algo de inclusión y dignidad no tuvo más opción que gatillarnos una 9 en la cabeza.
Solo así podremos pasar a la posteridad como grandes personas en nuestro medio.
No lo olvidemos.
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