Primero verás el prólogo de un libro que apareció a principios de la década del 70 y que se llamó; "Para Leer al Pato Donald" Comunicación de masa y colonialismo -demás está decir que ya entenderás por donde vienen sus caballos con ese título-. Escrito por Ariel Dorfman y Armand Mattelart, quien prologó el libro se llama Héctor Schmucler, un semiólogo de 81 años muy ligado a la línea intelectual del siempre polémico Director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, uno de los fundadores del Grupo Carta Abierta.
A continuación de este prólogo, incorporo una crítica a tal libro que hizo Carlos Alberto Montaner promediando la década del 90 en el libro que escribió con Plinio Apuleyo Mendoza y Alvaro Vargas Llosa, y que se llamó; "El Manual del Perfecto Idiota Latinoamericano". Espero que todo el desarrollo te deje un poco más ubicado en tiempo y espacio.
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DONALD Y LA POLÍTICACuando este libro apareció en Chile, hacía poco más de un año que la Unidad Popular había asumido el gobierno. En todos los sectores de la sociedad comenzaba a evidenciarse -más o menos dramáticamente- que el intento de transformar una realidad pone en tensión al conjunto de la estructura existente. Todos los elementos que constituyen el aparato social se reordenan y en este reacomodo surgen conflictos específicos aún en las zonas cuyas formas de existencia parecieran trascender a los proyectos de cambios sociales. Se volvía a comprobar que la relación estructura / superestructura mantiene un vínculo bastante más estrecho que el vulgarizado por un pensamiento que, aunque se quiere revolucionario, repite los gestos de un positivismo rigurosamente mecanicista. En la llamada estructura se subsume, en realidad, la totalidad de las relaciones sociales. Es uno solo, por lo tanto, el momento de cambio, aunque las distintas formas de la organización social sean regidas por legalidades particulares que evocan desiguales tiempos de evolución. La ilusión de que las transformaciones infraestructurales (económicas) determinan por si los cambios en la cotidianeidad se revierten en su contrario: las viejas formas de vida, características de la sociedad burguesa, suelen consolidarse hasta el punto de neutralizar -cuando no de liquidarlas nuevas estructuras conquistadas.
El caso chileno posee la singularidad de ofrecerse como un confuso campo de contradicciones en el que oficialmente se anuncia el comienzo de un proceso socialista, en los marcos de un orden de raíces estrictamente burguesas, mientras en la realidad actuante el enfrenamiento de clases (cualquiera sea la forma que adquiera en el futuro) sé evidencia en una creciente conciencia de los polos participantes. En ese contexto, la aparición de un estudio sobre el pato Donald y la línea de personajes producidos por Disney, viene a perturbar una región postulada como indiscutible; algo así como querer analizar críticamente la belleza de un atardecer. No es extraño, pues, que el libro tuviera una repercusión aparentemente desmesurada. Los diarios de la derecha chilena lo leyeron inteligentemente: sus comentarios abandonaron la sección bibliográfica y ocuparon un lugar en la política. La Asociated Press difundió un alarmado cable entre sus abonados del Mundo y el sacrilegio de hablar contra las creaturas de la empresa Disney fue noticia en diversos puntos del planeta. De simplificación en simplificación, France Soir, el diario de mayor tiraje en Francia, tituló en primera plana: “El pato Donald contra Allende”, mientras en Chile el diario derechista El Mercurio no demostraba ningún humor para hablar del tema. Y he aquí un hecho paradojal. La indignada reacción de la derecha contra este texto tiene un punto de partida: las publicaciones de la línea Disney son universalmente aceptadas como entretenimiento, valor lúdico que corresponde a pautas permanentes de naturaleza humana y que, por lo tanto, se sobrepone a las contradicciones sociales. Sin embargo, mientras afirmaba este enunciado doctrinario, su irritada protesta no hacía más que mostrar la falacia del argumento pro-ecuménico.
Para la burguesía, el pato Donald es inatacable: lo ha impuesto como modele dé “sano esparcimiento para los niños”. De ahí la trascendencia otorgada a éste trabajo. Lo indiscutible se pone en duda: desde el derecho a la propiedad privada de los medios de producción, hasta el derecho a mostrar como pensamiento natural la ideología que justifica el mundo creado alrededor de la propiedad privada. El cuestionar los pilares de un ordenamiento que reclama puntos de apoyo inamovibles (ahistóricos, permanentemente verdaderos) compromete su estabilidad. La defensa airada de una manera de señala, por contrapartida, la negativa a aceptar otras, su conformidad con la existente. El problema deja de ser marginal y se vuelve político, muestra su gravedad. La frivolidad deviene cuestión de estado. No es lo mismo el mundo con el pato Donald que sin él. Mattelart y Dorfman lo dicen en una figura cuya lectura literal confundió a la A.P.:”Mientras su cara risueña deambule inocentemente por las calles de nuestro país, mientras Donald sea poder y representación colectiva, el imperialismo y la burguesía podrán dormir tranquilos”.
Hablar del pato Donald es hablar del mundo cotidiano -el del deseo, el hambre, la alegría, las pasiones, la tristeza, el amor- en que se resuelve la vida concreta de los hombres. Y es esa vida concreta -la manera de estar en el mundo- la que debe cambiar un proceso revolucionario. Solo la construcción de otra cultura otorga sentido a la imprescindible destrucción del ordenamiento capitalista, porque al fin y al cabo -como repetía Ernesto Guevara- la revolución no se justifica simplemente por distribuir más alimento a más gente. Llevado al límite (y si se descartan esquemas feo— ideológicos) bien podría preguntarse para que luchar por dar de comer a los hombres si no es para lanzarlos a imaginar un mundo de infinitas potencias.
En ese mundo de lo cotidiano (que tiene como eje la diaria presencia en la fábrica) el obrero produce plusvalía como condición necesaria para que se reproduzca el sistema capitalista y, en el mismo movimiento, produce la ideología que perpetúa su relación como sociedad. Allí, en su diálogo cotidiano con la máquina (diálogo cuyo esquema simbólico repetirá en su hogar o sus sueños) debe instalarse la subversión si se quiere que el cambio de propiedad de los instrumentos de producción no aparezca como un acontecimiento divorciado de su existencia real. La ideología, pues, no se ofrece como un terreno epifenoménico donde “también” (pero más tarde) debe librarse una batalla, según lo afirma una izquierda mostrenca y desanimada. La revolución debe concebirse como un proyecto total aunque la propiedad de una empresa pueda cambiar de manos bruscamente y lo imaginario colectivo requiera un largo proceso de transformación. Si desde el primer acto el poder no se postula como cambio ideológico, las buenas intenciones de hacer la revolución concluirán inevitablemente en una farsa.
En ese mundo de lo cotidiano se verifica, igualmente; el papel del andamiaje jurídicoinstitucional reproductor de la ideología dominante, uno de cuyos instrumentos más eficaces lo constituyen los medios de comunicación de masa. En la frecuentación permanente con las ideas de la clase hegemónica de la sociedad -la que posee materialmente los medios e impone el sentido de los mensajes que emite- los hombres elaboran su manera de actuar, de observar la realidad. Es preciso, por lo tanto, escapar de ese orden y descodificarlo desde otra visión del mundo, es necesario re-comprender la realidad para lograr modificarla. Si esto no se entiende, si la “lucha ideológica” no adquiere primordial importancia, se castra la función del proceso revolucionario que tiende, básicamente a reordenar el sentido de los actos concretos.
Sólo desde otra manera de concebir el mundo puede asignarse un valor al cambio de las estructuras. A la inversa, la aceptación aerifica de las pautas culturales establecidas, significa la consagración del mundo heredado. Aun cuando, es preciso repetirlo, haya cambiado de manos la propiedad de los medios de producción. Lo que interesa es el funcionamiento de la estructura y no sus presuntos contenidos: que el patrón sea uno u otro, que el administrador sea funcionario de una empresa privada o del estado, no modifica, sin más, la relación que los obreros establecen con la producción. El salto cualitativo se refiere a las características que asume esta relación, a la cultura que se generó a partir de las formas concretas de una existencia que tienda a la creciente participación de todos en todo.
Esto que resulta comprensible para el plano de las relaciones económicas, no lo es tanto cuando se habla de productos del pensamiento. La ideología que privilegia esta región de la producción suele mantenerse sin modificaciones aun en las sociedades, que han transformada su estructura económica, y muestra el grado de permanencia de una formación inconsciente, a la vez que delata las carencias de la elaboración materialista en este terreno. La idea burguesa del trabajo intelectual como no productivo insiste por un lado en mantener la dicotomía consagrada por la división social del trabajo y, por otro, en marginarla de los conflictos en que necesariamente participa la producción de bienes materiales.
Aparentemente hay territorios de lo “humano” donde la lucha de clases no se verifica. Por ejemplo en los atributos asignados a la niñez: pureza, ingenuidad. Para leer al pato Donald muestra lo contrario: nada escapa a la ideología. Nada, por, lo tanto, escapa a la lucha de clases. Para leer al pato Donald tiende develar los mecanismos específicos por les que laideología burguesa se reproduce a través de los personajes de Disney. La lectura que se ofrece trasciende la opacidad de la denotación para indagar en la estructura de las historietas, para mostrar el universo de connotaciones que desencadena y que se instala en un nivel superior de significación ocupando el lugar fundamental en la comprensión del mensaje.
¿Es preciso añadir que no se trata de tomar el caso Donald como si fuera el único enemigo?
Donald es la metáfora del pensamiento burgués que penetra insensiblemente en los niños a través de todos los canales de formación de su estructura mental. Es la manifestación simbólica de una cultura que vertebra sus significaciones alrededor del oro y que lo inocenta al despegarlo de su función social. Si el capital es tal en tanto constituye una relación social, el oro acumulado por un avaro como Tío Rico no tiene ninguna responsabilidad. Es neutro.
El dinero no aparece como un elemento de relación entre un capitalista y la sociedad, por lo tanto pasible de injusticias. El afán de dinero de Tío Rico (expresión máxima de una constante de los personajes) es apenas una perversión individual: la del avaro que se fascina en la contemplación de su fortuna, pero no la utiliza. El dinero pierde la propiedad fetichizante del poder, para convertirse en objeto de una psicología individual más o menos patológica. En la misma línea, todos los personajes emergen como erupciones psicológicas y no como productos de relaciones sociales. Al lado del “avaro” existe “el inventor”, “los niños malos”, “los niños buenos”. Son conductas abstractas las que se interrelacionan y no funciones concretas de un ordenamiento social.
Si esta reiteración de psicologías recortadas y unilineales se ofrece en todas las historietas infantiles, en el caso de los personajes de Disney la significación es paradigmática dado que sus actores aparecen ligados estrechamente al mundo del niño. Superman no almuerza con el pequeño lector, pero las travesuras de los sobrinos de Donald son las de sus compañeros de escuela. El mundo lineal, el mundo de psicologías actuantes, es su mundo cotidiano. El modela de la revista pasa a ser el modelo de sus relaciones inmediatas. Batman desencadena las fantasías superpoderosas que repiten los más antiguos mitos. Los personajes de Disney, en cambio, no son míticos. Son axiológicos: en este mundo se actúa por interés, en este mundo se engaña, en este, el de todas los días, se establecen las diferencias entre los hombres.
Ya estamos lejos de la anécdota Disney. Estamos en el campo en que la inteligencia de la derecha chilena y la histeria de las agencias norteamericanas ubicaron el libro: el de la política. Menos sagaz, o más ganada por la ideología burguesa que ha segmentado las áreas del conocimiento, alguna izquierda no supo ver la importancia del combate empeñado y reclamó, en Chile, otras prioridades. No se supo otorgar a este libro su valor de anécdota ejemplar. No se comprendió que la lucha por un mundo distinto no admite compartimentaciones y debe entablarse contra todas las formas de la propiedad privada que anidan en las estructuras culturales vigentes y que ofrecen como naturales, oposiciones que son producto de las relaciones sociales existentes en la sociedad clasista: maestro vs. alumno, administrador vs. obrero, periodista vs. consumidor de noticias, hombre vs. mujer, humor vs. trascendencia, entretenimiento vs. política. Al no aceptar la necesaria ruptura que la revolución debe efectuar can el mundo anterior, las maneras de la conducta humana propias de la sociedad burguesa son imaginadas como convenientes a un hombre abstracto que permanece constante a través de los tiempos, se insiste en una moral adecuada a los intereses de los explotadores para erigirla en valor que sólo requiere perfeccionamiento a través de una historia única.
Desde la circunstancia chilena donde surgió, Para leer al pato Dormid se define como un instrumento claramente político que denuncia la colonización cultural común a todos los países latinoamericanos. De allí su tono parcial y polémico, la discusión apasionada que recorre sus páginas, su declarada vocación de ser útil que le hace prescindir de preciosismos eruditos. Evocando un pasaje ya citado en estas líneas, un comentario periodístico sostenía que si el enemigo de Allende es el pato Donald, el actual presidente chileno podía sentirse tranquilo. A su vez, podríamos seguir parafraseando y afirmar que si el combate contra el modo de vida burgués se reduce a libros como éste, las revistas de la línea Disney tienen por el momento su venta asegurada y Para leer al pato Donald habrá perdido la batalla: el pato Donald seguirá siendo poder y representación colectiva. Su éxito, en cambio, estará logrado cuando, negándose a sí mismo como objeto, pueda ayudar a una práctica social que lo borre, reescribiéndolo en una estructura distinta que ofrezca al hombre otra concepción de su relación con el mundo. Entonces no serán necesarios estos libros: la gente no comprará las revistas de Disney. Mientras tanto, sirve de alarmado toque de atención. La apuesta por el socialismo es definitiva y para conquistarlo es preciso cortar una a una las siete cabezas de un dragón que sabe regenerarlas en formas insospechadas. Es estimulante saber, con todo, que se trata de un dragón de papel.
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¿En qué consiste la obra? En esencia, se trata de una aguerrida lectura ideológica desde la perspectiva comunista, aparecida, precisamente, en el Chile crispado y radicalizado del gobierno de Salvador Allende. Dorfman y Mattelart —marxistas — se proponen encontrar el oculto mensaje imperial y capitalista que encierran las historietas de los personajes salidos de la «industria» Disney. Más que leer al pato Donald, estos dos intrépidos autores, los Abbot y Costello de la lingüística, quieren desenmascararlo, demostrar las aviesas intenciones que esconde, describir su mundo retorcido, y vacunar a la sociedad contra ese veneno mortal y silencioso que risueñamente mana de la metrópoli yanqui. ¿Y para qué realizar esa justiciera labor de policías semiológicos? No hay duda: «Este libro no ha surgido de la cabeza alocada de individuos, sino que converge hacia todo un contexto de lucha para derribar al enemigo de clase en su terreno y en el nuestro». Dorfman y Mattelart, lanza en ristre, cantando la Internacional cogidos de la mano, rompen las cadenas del oprobio. Bravo.
¿Y qué encuentran? Donald, sin disfraz, eliminados los artilugios que lo encubren, es un canalla, naturalmente, patológico. Incluso pervertido, porque en su mundillo fantástico no hay sexo, ni se procrea, ni nadie sabe quién es hijo de quién, porque sembrar esa confusión sobre los orígenes forma parte de las macabras tareas del enemigo: «Disney —dicen los dos horrorizados investigadores —masturba a sus lectores sin autorizarles un contacto físico.Se ha creado otra aberración: un mundo sexual asexuado. Y es en el dibujo donde más se nota esto, y no tanto en el diálogo». Esos dibujos sexistas y —al mismo tiempo —emasculados, en los que las mujeres siempre son coquetas y reprimidas cuando no ligeramente tontas o poco audaces.
Donald, Mickey, Pluto, Tribilín, no son lo que parecen. Son agentes encubiertos de la reacción sembrados entre los niños para asegurar una relación de dominio entre la metrópoli y las colonias. El tío rico no es un pato millonario y egoísta, y lo que le acontece no son peripecias divertidas, sino que se trata de un símbolo del capitalismo con el que se inclina a los niños a cultivar el egoísmo más crudo e insolidario.
Pato-landia — metáfora del propio Estados Unidos — es el centro cruel del mundo, mientras los otros (o sea, nosotros) forman parte de la periferia explotada y explotable en la que habitan los seres inferiores. No hay lugar a dudas: «Disney expulsa lo productivo y lo histórico del mundo, tal como el imperialismo ha prohibido lo productivo y lo histórico en el mundo del sub-desarrollo. Disney construye su fantasía imitando subconscientemente el modo en el que el sistema capitalista mundial construyó la realidad y tal como desea seguir armándola». No, no se trata de historias lúdicas concebidas para entretener a los niños: «Pato Donald al poder es esa promoción del subdesarrollo y de las desgarraduras cotidianas del hombre del Tercer Mundo en objeto de goce permanente en el reino utópico de la libertad burguesa. Es la simulación de la fiesta eterna donde la única entretenciónredención es el consumo de los signos aseptizados del marginal: el consumo del desequilibrio mundial equilibrado... Leer Disneylandia es tragar y digerir su condición de explotado».
Como era de esperar, una tontería de ese calibre tenía por fuerza que convertirse en un best-seller en América Latina. En 1993, a los veintiún años de la primera edición, la obrita se había reproducido treinta y dos veces para satisfacción de la rama mexicana de Siglo XXI, y, aún en nuestros días de sano escepticismo, cuando no es de buen gusto succionarse el pulgar, no faltan los circunspectos revolucionarios que continúan recomendándola como la muestra inequívoca de la perfidia imperial y —por la otra punta — de la sagacidad intelectual de nuestros marxistas más alertas y avispados.
¿Por qué encajó este libro tan perfectamente en la biblioteca predilecta del idiota latinoamericano? Porque está escrito en clave paranoica, y no hay nada que excite más la imaginación de nuestros idiotas que creerse el objeto de una conspiración internacional encaminada a subyugarlos. Para estos desconfiados seres siempre hay unos «americanos» intentando engañarlos, tratando de robarles sus cerebros, arruinándolos en los centros financieros, impidiéndoles crear automóviles o piezas sinfónicas, intoxicándoles la atmósfera, o pactando con los cómplices locales la forma de perpetuar la subordinación intelectual que padecemos. Por otra parte, siempre resulta grato defender la cultura o el folclore autóctonos frente a la agresión extraña. ¿Para qué importar héroes y fantasías de otras latitudes cuando nosotros podemos producirlos localmente, como demostrara — por ejemplo —Velasco Alvarado con aquel imaginativo «niño Manuelito» de poncho y chullo con el que patrióticamente intentara sustituir al Santa Claus de los gringos y a sus malditos venados?
Es interesante que nadie les haya dicho a nuestros belicosos semiólogos que exactamente igual podían haber hecho una lectura ideológica de Mafalda, encontrándole tendencias lesbianas porque nunca se deja acariciar un pezón por Guillermito, o como se llame el niño de la cabeza rapada, acusando de paso a Quino de ser agente de la CÍA, dado que su heroína ni una sola vez denuncia la presencia americana en el Canal de Panamá. ¿Qué ocurriría si nuestros sagaces intérpretes se enfrentan con la figura de Batman? ¿Será que en este imperfecto mundo yanqui sólo se puede defender la justicia con la cara tapada y desde el fondo de una cueva? Y Superman, nuestro casto héroe, defensor de todas las leyes —menos la de la Gravedad —, ¿no será un pobre gay, como ese Llanero Solitario permanentemente acompañado por el indio que, sin duda, lo sodomiza? ¿Qué saldría de una lectura revolucionaria y marxista de la Bella Durmiente o de La Caperucita Roja? ¿No hay en esa abuela comilona y desalmada que lanza a la niña a los peligros del bosque una demostración palpable de la peor moral burguesa? ¿Cómo se puede, ¡Dios!, ser tan idiota y no morir en el esfuerzo?
2 comentarios:
Excelente!!
Muy bueno...lástima haberme tragado el prólogo...
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