Horacio González quedó fosilizado en un set de intenciones a la carta de la década del 60 del siglo pasado. Tiró más o menos bien hasta entrados los dos mil acomodándose en algunos resquicios públicos; lugares en donde, como un microbio, esperó latente su nueva oportunidad. Y esa oportunidad llegó a partir de la crisis de 2001 que lo vio, una vez más, chupando las medias correctas para lograr ser señalado para estar al frente de un puesto; esta vez fue la Biblioteca Nacional. Y el microbio se manifestó. Con Casullo, Forster y otro grupo de añejos militantes redivivos armaron "Carta Abierta" para hacer de pulgas del primer gobierno de Cristina Kirchner (pulgas en el sentido del personaje en "La Fuerza de los Fuertes", esa bella narración de Jack London). ¡Era la primera gesta épica en 30 años! Y así, como un ejército cocooniano -pero sin dignidad- desenfundaron todo el patetismo humano juntándose semanalmente en la Biblioteca Nacional para alimentar sus egos con una ficción de importancia y, de paso, ocupar el vacío de un sábado a la tarde de los últimos días. Pero como buenos intelectuales enmohecidos (y como buenos para nada) ni advertían que el mundo volaba ya por las autopistas digitales mientras ellos, a lo sumo y con algo de suerte, lograban emanar ese característico olor a papel apolillado en cada renglón que expelían como corolario de sus encuentros.
Da cierta ternura ver a sus seguidores creerse sofisticados por haberlos leído, aunque también irrita verlos ironizar sobre el pensamiento de los otros convencidos de portar un don especial por adorar a esa patética tribu.
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