El día de ayer se produjo la tercera tragedia ferroviaria en la historia de nuestro país; 50 muertos y más de 650 heridos, de los cuales aproximadamente 50 son de gravedad. Como no podía ser de otra manera, a medida que pasaban las horas comenzó la participación de los representantes de cada una de las partes involucradas; el núcleo jerárquico empresarial, el representante gubernamental y los representantes sindicales. Nuestra presidente, adicta al maternalismo patriótico, paradójicamente no emitió ni el más mínimo esbozo de acompañamiento en el dolor de las víctimas.
Pero el motivo de éste escrito no es criticar a Cristina Kirchner y su gestión de transporte, los acontecimientos recientes con la tarjeta sube, el circuito de corrupción de la causa Jaime, el asesinato del militante Mariano Ferreira aparentemente a manos de gremios ferroviarios y las 700 víctimas del día de ayer, entre una larga lista de anomalías, son suficiente prueba ya como para continuar haciendo leña del árbol caído. El motivo del presnete desarrollo es un intento de aproximación -si bien a vuelo de pájaro y con una visión sesgada hacia la economía- a la esencia que subyace a la aparición de estas injustas muertes, que parecen empujadas por una desidia generalizada.
Dado que mucho se habla del estado del ferrocarril y muchos dedos acusadores se han levantado a lo largo del tiempo, me permitiré trazar una sencilla imagen acompañada de algunos números para mostrar, lo que entiendo, es la estructura de supuestos con la que se han tomado decisiones en las últimas 6 décadas aproximadamente. En esa imagen probablemente descanse la esencia de esa obsolescencia que denunciamos, y cuya asfixia se siente en forma directamente proporcional a nuestros gritos.
Imaginemos dos personas que tienen para gastar en su transporte 3000 pesos por mes cada una, y poseen 60000 mil pesos para comparar un vehículo para trasladarse. Una de ellas decide administrar eficientemente sus recursos, consciente de optimizar el costo de oportunidad de su decisión, mientras que la otra deja librada su decisión al impulso de su corazón. Para los que no saben que es un "costo de oportunidad de decidir", piense en la siguiente pregunta; ¿A cuántas satisfacciones renuncio hoy, medidas en 60 mil pesos, si decido hundir esa suma en la compra de un auto? Podríamos, preliminarmente indicar, por caso, la renuncia al disfrute de un viaje a Europa o a la compra de un terreno con potencial de valorización, entre otras miles de cosas. También podemos pensarlo a la inversa; ¿A cuántas penurias y esfuerzos estoy dispuesto a someterme hoy, para maximizar la cantidad de disfrutes futuros?
Ya pensados algunos aspectos del costo de oportunidad, podemos volver al ejemplo que venimos desarrollando.
Para diferenciar las clásicas posturas económicas ante el consumo, la inversión y el rendimiento esperado, hemos de mostrar el carácter de estos dos sujetos. Lo que mueve a la primera persona es la optimización del rendimiento futuro de su decisión vía la minimización de anomalías para maximizar satisfacciones. La segunda persona, por el contrario, acostumbra saciar ya una satisfacción, sin tener en cuenta la medición de consecuencias presentes y futuras. Si la primera persona evalúa su accionar mediante una brújula que se mueve por parámetros de cálculo objetivo, la segunda persona será guiada por preconceptos de transmisión acumulada con una carga creciente de corazonadas, digamos: cree encontrar "la felicidad"; si la primera decide en base a un reglamento y un protocolo implícito, la segunda se mueve mediante una sensación de tribuna.
Supongamos que ambas personas, con aquellos recursos mencionados, se dan a la tarea de comprar un vehículo usado para depositar en él su traslado futuro. La primera, para tomar su decisión, ponderará el costo operativo del vehículo por kilometro, por semana, por mes, dando prioridad a la amortización de su utilidad para poder cambiarlo, llegado el momento, con el fruto de la optimización de sus ingresos futuros disponibles. Las segunda obviará esto y solo pretenderá adquirir aquello que siempre quiso y nunca pudo poseer. Supongamos que los vehículos disponibles son; un Volkswagen Fox modelo 2010 y un Ford Falcon modelo 1990 en condiciones medianamente aceptables.
Como ha de intuir el lector, puede suceder, como contraejemplo, que el vehículo más nuevo esté en peores condiciones y que el vehículo amortizado tenga un mejor rendimiento, pero esto es una excepción en la realidad y no una regla. La primera persona analizará ambos vehículos y trazará los números del costo operativo de uno y otro, la segunda solo se entregará al deseo inmediato, como veremos, muy probablemente su deseo sea el Falcon a cualquier precio y ya.
El fetichismo de los deseos incumplidos en el cálculo económico suele hacer estragos. Normalmente las personas tan entregadas a este tipo de primitivas sensaciones, con poco análisis desde lo económico, presentan un desdén nada despreciable por sobre la innovación y la optimización. Generalmente piensan que todo pasado fue mejor (allí descansan sus deseos incumplidos) y es a esa especie de útero materno económico donde siempre pretenden volver. Es probable que esa persona, deseosa del Ford Falcon, argumente para su compra que el Fox es un pedazo de lata que a la primera de cambio comenzará a hacer ruidos por todos lados. El otro vehículo será observado como "un fierro de los que ya no se hacen". Imaginemos como ha de relamerse un vendedor que, teniendo un Falcon de clavo, ve ingresar raudo un cliente con estas especiales características y tan deseoso de poseerlo...
La primera persona observará que el vehículo antiguo tiene un costo operativo más elevado que el vehículo moderno; un mayor consumo de combustible, un horizonte temporal de recambio cercano -piezas del motor, cubiertas, pintura, amortiguación- que ponen al Ford en un costo operativo mensual de, supongamos, 3000 pesos, monto que es el total neto de lo que tiene destinado a movilización mensual. El Volkswagen posee un costo operativo de 2000 pesos para los próximos dos años, momento en el que comenzará a requerir semestralmente un mantenimiento creciente. La primera persona optará por el auto moderno, dejando los mil pesos extra mes a mes para, en aproximadamente dos años, tener 24 mil pesos y cambiar el vehículo por otro de renovadas características, alejando nuevamente el horizonte de gastos de recambio, habiendo ahorrado para ello sobre la base de una óptima administración.
La segunda persona no ponderará esto y comprará el Ford, fetiche deseado gran parte de su vida. No medirá si podrá o no, a futuro, recomprar otro vehículo de similares características, tampoco indagará en demasía el estado general de la mecánica y las consecuencias de su decisión y no ponderará si podrá o no, manetnerlo adecuadamente en un período de utilidad acotado. Digamos que, con verlo medianamente bien parado avanzará en su compra. El vendedor, como ya el lector habrá supuesto, intentará extraer del Falcon todo lo que potencialmente pueda, las ansias de un comprador empedernido hacen su juego, supongamos entonces que exige el mismo precio que pretende por el Fox; ambos vehículos entonces son vendidos a 60 mil pesos.
El lector atento pensará que en el ejemplo hay vicios capciosos al traer parámetros ad-hoc que pueden dirigir el relato hacia un lugar detalladamente estudiado para corroborar una conclusión subjetiva, pero veremos más adelante que esto no es así al respecto de nuestros trenes y su historia, sino que el ejemplo es abrumadoramente real. Argentina nacionalizó ferrocarriles amortizados pagando por tres lo que valía por uno. Pero volvamos al ejemplo.
Imaginemos ahora a las dos personas 10 años después.
Para no hacer más complejo técnicamente el desarrollo, suponemos constantes las variables precios e ingresos, entonces, luego de 120 meses, podremos encontrar el siguiente panorama. La primera persona, en el año 2022, poseerá un Volkswagen Fox modelo 2020. La segunda tendrá una realidad un tanto diferente. Mientas la persona que utilizó sus capacidades de cálculo económico, disfrutará cómodamente y a bajo costo operativo de un placentero viaje, el navegador satelital y la interactividad de un bello compacto eléctrico, la segunda persona llegará tarde a su trabajo y con un insoportable hedor a nafta debido a que su Ford modelo 1990 lo deja a la vera del camino la mitad de las veces en que intenta desplazarse.
Quien creyo disfrutar la felicidad inmediata de la satisfacción de un deseo incumplido, se transformó en un pobre diablo que no ha podido avanzar en el recambio de su vehículo; durante 10 años gastó todo su ingreso en el mantenimiento de su obsolescencia, y aún así no alcanzó. Como no bastó con 3000 pesos mensuales, ya que las roturas fueron cada vez más y más repetitivas, esta persona sacó créditos para mantención y pago de gastos operativos crecientemente onerosos. En todo ese tiempo, no solo no pudo cambiar su Falcon, sino que el vehículo amortizado significó un peso tal que lo empujo al endeudamiento para mantener un fetiche del corazón. Cambiar por completo a mitad de camino, una vez que se arrancó pagando por tres lo que valía por uno, se hace exponencialmente más oneroso a medida que pasan los meses.
Recopilemos. Una de las personas durante 10 años pudo ahorrar 1000 pesos por mes debido a la utilización de un material con bajos costos operativos, tuvo una ganancia neta, solo en términos de ahorro, de 120 mil pesos, que se trasladó directamente a cubrir la amortización para mantener tal tasa de ganancia operativa del vehículo a lo largo de los 10 años -el cambio del auto cada dos años para no tener gastos innecesarios-. La otra persona, en esos mismos 10 años, tuvo que endeudarse probablemente en 120 mil pesos para mantener operativamente un aparato obsoleto, es interesante puntualizar que la diferencia entre ambas no será de 120 mil pesos, sino de 240 mil. La segunda persona tampoco obtendrá rendimiento alguno por tal deuda, sino solo erogaciones sin más, lo que la depositará en la profundización de sus penurias para pagar sus costos vitales, los cuales serán cada vez más onerosos si sumamos el pago del servicio de deuda cada mes. En síntesis: EL COSTO DE OPORTUNIDAD DE HABER DECIDIDO SACIAR UN DESEO EN FORMA APRESURADA Y SIN MEDIAR EL MÁS MÍNIMO ANÁLISIS ECONÓMICO DE SU DECISIÓN, DEPOSITÓ A ESE POBRE HOMBRE EN UN LABERINTO SIN SALIDA.
Si quiere el lector aderezar aún más el ejemplo, piense por un momento a quien le generaría trabajo adicional la primera persona y a quien la segunda. En el caso de la primera, a la industria automotriz y el desarrollo de nuevas soluciones tecnológicas. La segunda empujaría a viejos talleres mecánicos a mantener una estructura operativa obsoleta y a un sector financiero que vivirá de la tasa de préstamos que otorgará a este último pobre diablo atrapado en su propia y miserable desdicha, aunque aún contento por poseer "el Ford".
Llegado un tiempo, cuando el pobre diablo toma consciencia de la lejanía de poseer un Fox, tiene dos caminos. O se entrega a la templanza y la entereza de sobreponerse y asume con valentía las consecuencias de una mala decisión, intentando cambiar el curso de sus acciones. O bien profundizará su yerro y su desdén hacia "lo otro", eso otro que no entiende. Y la respuesta de ese insoportable dolor no irá dirigida a ese automóvil otrora despreciado, dado que ahora es el nuevo objeto de deseo. El desdén se dirigirá raudo al poseedor del auto, al cual éste desdichado individuo observará con recelo y sobre el que lloverán acusaciones de egoísmo e injusticia social... Hemos llegado así al momento de traer al relato toda la potencia de la realidad histórica.
El General Juan Domingo Perón compró los ferrocarriles a Gran Bretaña en 1947 pagando por ellos el triple de su valor. Aquellos trenes eran capital ya amortizado por el circuito de negocios Inglés en nuestro país y su tasa de rendimiento era de apenas dos puntos: para decirlo más sencillo; PERON COMPRO UN FORD FALCON CON EL EXCEDENTE DE ORO QUE SIGNIFICÓ LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL.
En aquel entonces, la edición clandestina de La Vanguardia, convirtiendo las cifras en dólares trazó la siguiente comparación: “Italia pagó 325 millones de dólares como monto total de reparaciones de guerra y nosotros hemos pagado 375 millones de dólares de más solo por razones sentimentales”. Tiempo después, en la Cámara de Diputados, Arturo Frondizi denunciaría lo siguiente: “se pagó a los ingleses en libras esterlinas y no en pesos moneda nacional, lo que resultó gravoso para la economía del país”.
Es a partir de ese momento que comienza el calvario de nuestro sector ferroviario y no a partir de esa falacia estúpida que suelen repetir algunos apresurados pensadores intentado achacar al "neoliberalismo de los noventa" el estado en que se encuentran nuestras obsoletas instalaciones ferroviarias. Cadavéricos trenes pagados como si fueran relucientes maquinarias, con un horizonte de caducidad muy corto y un costo operativo muy elevado. Tal el gusto del corazón al que nos condujo el peronismo cuando anunció con bombos y platillos que finalmente habíamos comprado el Falcon tan deseado, o mejor dicho, que éramos dueños ahora de aquellos trenes tan deseados, ajusticiando a esos explotadores ingleses, recomponiendo una historia de desequilibrio y miseria, aunque a ciencia cierta, era felicidad presente por miseria futura.
Imagine ahora el lector las consecuencias de aquella estúpida decisión de pagar por tres lo que valía por uno, no a 10 años, como en el ejemplo de los automóviles, sino a 60. Si es un poco sagaz en el análisis, tendrá ya captada la esencia del problema, y no es otra que un profundo analfabetismo en materia económica, conjugado con una exasperante petulancia y presunción de superioridad sobre el resto del arco político cada vez que se intentó justificar esas terribles y contraindicadas decisiones. Así la historia, estúpidas argumentaciones al respecto del problema ferroviario, fueron siempre funcionales a negocios que nada tuvieron que ver con una estrategia efectivamente positiva para nuestra república, para nuestra ciudadanía, para el pueblo. Acciones estúpidas, sostenidas por un péndulo que se movía desde el ingenuo candor del desconocimiento hasta la mirada amenazante del patoterismo tribunero, tornaron imposible cualquier intento de argumentación positiva. Gritos acusadores se transformaron en moneda corriente; el peronista nacional y popular, si hay algo de lo que puede hacer gala, es de ser un acusador serial.
Hoy se pretende profundizar aquel candor, aquellos gritos y aquellas acusaciones, y como guía de los nuevos dictámenes del corazón, nuestra presidente nos hipnotiza con frases de cotillón. Pero hay gemidos que pululan por los andenes ferroviarios, susurros que a 36 horas de una innecesaria tragedia, intentan establecer conexión con los nuevos desaparecidos.